
Arthur Miller nos salta a la yugular desde las entrañas de la eternamente simbólica Francia títere del mariscal Pétain: Incidente en Vichy se presenta en Espacio Callejón hasta fin de mes.
Por Jorge G. Andreadis para Noticias La Insuperable
De colaboracionismo Miller sabía un rato largo. Había sufrido y visto de cerca las miserias del colaborador a través de las delaciones de su amigo Elia Kazan, que por eso pasó a ser ex amigo. Y padeció en carne propia la caza de brujas del Comité de Actividades antiamericanas que le daba a elegir entre la colaboración o la condena. Tuvo al final la condena, aunque por milagro fue revocada.
Esto fue en 1952, cuando ya hacía años que Todos eran mis hijos (1947) y La muerte de un viajante (1949), que el Comité consideró antiamericanas –ambas obras ponen en tela de juicio moral el «sueño americano»-, se habían estrenado con éxito.
Por eso en 1953 vino su drama Las Brujas de Salem (también conocido como El crisol), una alegoría del infierno macartista y palo para las agachadas como las de Kazan. Once años después, con un Arthur Miller curtido, se estrenó Incidente en Vichy, dos años antes de su propia agachada, paternal[i] en este caso aunque, para lo que aquí interesa, no venga al caso.

La obra, que se desarrolla en el interior de una comisaría de Vichy, reúne allí a diez personajes –nueve adultos y un adolescente-, detenidos para verificar su documentación personal. Pero esta rutinaria “averiguación de antecedentes” muta en pánico de los cautivos cuando vislumbran la suerte que seguramente les espera.
Pablo Gorlero, que también dirige, adaptó o, mejor dicho, tradujo el texto de Arthur Miller, un texto dramático que mantiene actualidad en el contexto imaginado por el autor: la Francia de Vichy, referencia ineludible de colaboracionismo, hipocresía y falsa libertad, algo que desafortunadamente, hoy por hoy, nos toca de cerca.
Todo lo peor cabe en el marco del pánico y de asimétrica relación entre funcionarios policiales colaboracionistas y detenidos en real calidad de sospechosos: desde la arbitrariedad del poder ilegítimo hasta la cobardía, la violencia, la xenofobia y los muchos aterradores sobreentendidos que flotan cuando todos saben que es un poder destructivo el que en verdad rige la existencia de unos y otros.

La indiferencia puede ser máscara del miedo o real indolencia, el antisemitismo darse por descontado, el egoísmo, la delación o las simulaciones justificarse como flaquezas inexorables ante los poderosos, y negar el infierno convertirse en forma de vida. Todo cabe, por cierto, en las repúblicas simuladas, sea en guerra o en aparente paz. Siempre hay un Vichy en alguna parte del mundo o, en el peor de los mundos interiores, de nosotros mismos.
Para darle matices patéticos, sin distanciar las miserias y el horror, a una situación límite, juega un burócrata improvisado, oficial nazi caído en desgracia por heridas de combate, relegado a ejercer una suerte de suma del poder en lo que se adivina es para él un mísero antro: la comisaria de un territorio sometido que quiere aparentar autonomía sin rebelarse. Una invitación inmejorable para los caprichos de la violencia.

Rubén de la Torre, que encarna al oficial nazi, en diálogo con Patricia Daniele, aporta algunas claves del personaje. Lo describe: «Es rengo, alcohólico, nazi, asesino… su cabeza tiene una gran locura y por momentos siente lástima de las personas que están en la cárcel. En verdad es el sueño de cualquier actor», y enseguida aporta su visión para construirlo esta vez: “Realmente uno tiene que pasar por todos los estados sin caer en la banalidad de decir que estoy borracho, soy nazi, puedo hacer lo que quiero, sin ejercer la violencia porque sí, sin renguear de más.”.
La cita con esta versión de Incidente en Vichy está entre las más recomendables. No sólo por las excelentes actuaciones, sino también porque cuenta con el plus de un compromiso teatral auténtico y con la valentía del director para no eludir las connotaciones políticas de una obra urticante cuando los poderosos de turno ansían ser los autócratas plenos del mañana.
En una Argentina en la que, por infortunio, de colaboracionismo sabemos mucho, esta faceta de Arthur Miller parece la indicada para el trance actual.

A partir de la restauración conservadora que desde hace una década nos somete al empobrecimiento generalizado, material y ético, los cultores del colaboracionismo eligieron la impostura de autodenominarse dadores de gobernabilidad. Del pasado algo más lejano, del siglo XX, no es necesario detallar lo archisabido.

Sabemos mucho y todo parece indicar que seguiremos aprendiendo. El domingo veremos qué tan bien han hecho su ruin trabajo, esta vez, nuestros aprendices de mariscal Pétain, aunque se presiente que será solamente una escena de incierta trascendencia. El Miller de Incidente en Vichy no nos despertará de la pesadilla pero, seguramente, oxigenará los ahogos de la angustia política cotidiana.

Incidente en Vichy, de Arthur Miller. Dirección de Pablo Gorlero y actuaciones de Marcelo La Valle, Mateo Chiarino, Patricio Coutoune, Nicolás Cucaro, Rubén De La Torre, Jerónimo Dodds, Carlos Farías, Enrique Iturralde, Santiago Lozano, Julián Andrés Mardirosian, Mauricio Mendez, Mario Petrosini, Junior Pisanu, Rodrigo Raffetto, Marcelo Rodriguez, Nelson Rueda, Mariano Sgallini, Federico Tombetti y Pablo Turchi. Espacio Callejón -Humahuaca 3759, Ciudad de Buenos Aires-, jueves a las 20:00, hasta el 30 de octubre.
[i] 1966. Su hijo Daniel nace con síndrome de Down y él decide inmediatamente, sin dar lugar a la opinión materna, recluirlo en una institución pública. Nunca más, por lo que se sabe, habló de Daniel.
Imágenes: © Pablo Gorlero
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