La filósofa alemana Hannah Arendt analizó cómo las formas modernas de dominación no siempre llegan con tanques y golpes, sino envueltas en normalidad, miedo y resignación. Sus ideas permiten leer, con inquietante precisión, el avance actual de la derecha en el mundo occidental.
Por Tomás Palazzo para NLI

Hablar hoy del crecimiento de las derechas radicalizadas en Europa, Estados Unidos y América Latina no es solo una discusión electoral o económica. Es, sobre todo, una discusión filosófica y política sobre el poder, el miedo y la obediencia. En ese terreno, el pensamiento de Hannah Arendt sigue siendo una brújula incómoda pero indispensable.
Arendt dedicó buena parte de su obra a comprender cómo sociedades enteras aceptan —e incluso legitiman— formas de dominio que terminan erosionando la libertad. Lo hizo estudiando los totalitarismos del siglo XX, pero siempre advirtió que el peligro no residía únicamente en los regímenes explícitamente dictatoriales, sino en los procesos previos, más sutiles y cotidianos.
El dominio que no parece dominio
Uno de los aportes centrales de Arendt fue mostrar que el poder moderno no necesita presentarse como tiranía abierta. Puede funcionar como administración de la vida, como gestión técnica de problemas “inevitables”. Cuando la política se reduce a números, ajustes y órdenes impersonales, el ciudadano deja de ser sujeto para convertirse en engranaje.
En ese punto, el paralelismo con la derecha contemporánea es evidente. Discursos que prometen “orden”, “eficiencia” o “libertad de mercado” suelen esconder formas nuevas de obediencia, donde el sufrimiento social se presenta como un daño colateral necesario. No hay botas militares, pero sí precarización, exclusión y deshumanización.
Arendt advertía que el verdadero triunfo del dominio es lograr que la injusticia se perciba como normal. Cuando la desigualdad se naturaliza y la crueldad se vuelve rutina, el poder ya no necesita justificarse.
La banalidad del mal y la política actual
Quizás el concepto más conocido —y más malinterpretado— de Arendt sea el de la banalidad del mal. No se trata de monstruos excepcionales, sino de personas comunes que cumplen órdenes, repiten consignas y renuncian a pensar. El mal, decía Arendt, puede ser terriblemente mediocre.
Hoy, ese mecanismo reaparece cuando amplios sectores sociales replican discursos de odio, ajuste o exclusión sin preguntarse por sus consecuencias reales. La derecha avanza no solo por líderes carismáticos, sino por una base social convencida de que “no hay alternativa” o de que “alguien tiene que pagar”.
En ese clima, la política se vacía de debate moral y se llena de eslóganes. Pensar —en el sentido profundo que proponía Arendt— se vuelve un acto subversivo.
Pensar, actuar, resistir
Para Arendt, la salida nunca fue el repliegue individual ni el cinismo. Su apuesta estaba en la acción política colectiva, en el espacio público como lugar de palabra, conflicto y construcción común. Allí donde se rompe el aislamiento, el dominio empieza a resquebrajarse.
El avance de la derecha en Occidente no puede entenderse solo como un fenómeno electoral. Es el resultado de años de despolitización, miedo y resignación social. Justamente por eso, la respuesta tampoco puede ser meramente electoral: debe ser cultural, ética y profundamente política.
Recuperar a Arendt hoy no es un ejercicio académico. Es una advertencia. Cuando la injusticia se vuelve costumbre y la obediencia se confunde con sentido común, el dominio ya está en marcha. Y como ella insistía, el primer paso para enfrentarlo es volver a pensar.
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