Marlowe en Buenos Aires (I)

El gran detective, el cine, la vida y todo lo demás.

Por Jeque Blanco para Noticias la Insuperable ·

“Siempre me han gustado los libros equivocados.

Y las películas equivocadas.

Y la gente equivocada.”

-Raymond Chandler

Al Dr. D. Elinger

En todos los ritos, la sencillez es la mayor extravagancia. Y nosotros siempre tuvimos uno, uno solo, el mismo, en la confitería La Real de Avellaneda. Luego de nuestras sesiones de ajedrez en el Club Independiente, pasábamos por allí en las noches y recitábamos al comienzo de cada encuentro las frases iniciales de Phillip Marlowe, asomado a la ventana gastada de la habitación de un sucio hotel, en Farewell, My Lovely, el film.

Alguien decía:

-Esta primavera me sentí, por primera vez, cansado y viejo.

Y entonces otro respondía:

-Quizás sea el clima podrido que hay aquí.

-Quizás se trate de los casos de mala muerte que tengo últimamente- añadía un tercero.

-O tal vez suceda que realmente estoy cansado y volviéndome viejo- resumía el último.

En ese punto todos nos mirábamos con nostálgica solemnidad, un vaso de alguna bebida espirituosa alzado a modo de talismán y el codo apoyado en la mesa, aprobando las razones de nuestra evidente decadencia, y finalmente reíamos con verdaderas ganas. Era una manera de conjurar la propia miseria.

Nadie recuerda bien cómo fue que llegamos al momento de la epifanía. Pero creo que se estaba debatiendo quién había sido el mejor Marlowe en el cine. Era un tema recurrente. Nunca se llegaba a un pleno acuerdo, y cuando eso al fin sucedía, teníamos tantas copas encima que, para el siguiente encuentro, no lográbamos recordar ya con exactitud cuál era la conclusión del grupo. Y era de vuelta a empezar.

Aquella noche, como tantas otras, picaba en punta Humphrey Bogart. Su papel fundacional en The Big Sleep (Howard Hawks, 1946) le otorgaba una justificada reputación. Había definido prácticamente al personaje con esa única interpretación, por lo menos en el aspecto visual. Generaciones enteras leerían las novelas de Chandler bajo la sombra tutelar de ese sombrero levemente inclinado sobre los ojos tristes de «Bogie», y su legendario impermeable.

Joseph era uno de los defensores más acérrimos de esta postura clásica:

-No sé por qué le damos tantas vueltas a esto, muchachos. Es simple: Bogart es Marlowe, y listo. No hay más discusión. Se acabó… c’est fini- enfatizaba por si acaso, mientras pedía su primer café de la noche.

-A ver,- respondió Alejandro (que paradójicamente no veía casi nada: tenía unos diez puntos de miopía en cada ojo)- no podemos descartar tan rápidamente al resto. Y menos porque vos, Joseph,- le apuntó con el dedo índice- mueras de amor por Lauren Bacall- Y ese dedo certero, a la vez físico y simbólico, tocaba la raiz del asunto. Todos sabíamos que Joseph defendía a Bogart porque en realidad, mediante él, sublimaba su escondida devoción por la también mítica pareja del actor.

El mozo, «Jaqueca», pasaba cerca e hizo un gesto como amagando a intervenir, pero Joseph reaccionó con sus reflejos de jugador de blitz:

-¿Y qué? Si me gusta la Bacall, mejor para mí, ¿no? ¿Eso qué agrega o qué quita? Vos hablás de envidia Ale- se inclinó hacia adelante y le devolvió el dedo índice en el aire al Profesor, que probablemente no lo estaba logrando ver.- Le tenés verdaderos celos a «Bogie», ¿te das cuenta? Él la había conquistado ya en To Have and Have Not (de 1944), luego no se separaron más. Y te agrego otra cosa, si te fijás con atención allí no es Bogart quien va tras ella, sino al revés. Él es un tipo duro que no hace nada especial para seducirla, sino que se la pasa echándola de su habitación. Y sin embargo…

-¿Puedo decir algo?- preguntó «Jaqueca» sin éxito al dejar el café de Joseph.

-¡Era un petiso depravado!- ignoró esta última frase y atacó al mismo tiempo sin sutileza Alejandro- Mirá que Bogart le llevaba unos 25 años… ¡podía ser su padre!

-Ni tan petiso ni tan depravado- respondió Joseph que estaba preparado para la defensa mejor que Petrosian contra Spassky en el match del ’66- Medía 1, 73 Mts., apenas 1 centímetro menos que ella, y le llevaba sólo 24 años. Podríamos definir eso como la nueva proporción áurea, algo que se le escapó a Kepler, ja- se recostó de nuevo en el respaldo de la silla y sonrió satisfecho.

-¿De dónde sacás eso? ¿Vos le creés a Google ?- insistió el Profesor- Esos datos no son precisos. Yo tengo fotos donde se nota claramente que cuando no tenía puesto ese bendito piloto…

-¿Ustedes saben por qué le decimos «piloto» al impermeable?- preguntó repentinamente Marcelo, atento delantero de área que cuando tiene una, la mete seguro en el arco. Joseph y Ale giraron sus cabezas como un mini ballet coordinado. No habían notado su presencia. Así de silencioso era el Goleador, un candidato firme a fantasma. Había estado allí casi desde el comienzo, incluso llegó a pronunciar alguna de las líneas del ritual inicial (a propósito de esto, cuando no estaban los cuatro jugadores necesarios para el comienzo, «Jaqueca» tomaba el lugar del faltante a manera de comodín: se sabía todas las frases por las dudas).

-¿Qué hacés Marce? ¿Cómo estás?- preguntó Joseph estirando las vocales, sorprendido.

-Bien. Acá, con ustedes- ensayó una ironía nuestro Artime.

-Qué bueno que hayas llegado- comentó el Profesor, despistado- Justo estábamos discutiendo algo que seguramente te va a interesar…

-¿Lo de Bogart?- interrumpió Marcelo.

– ¡Claro!- dijo Alejandro con repentino ímpetu- ¿Cómo lo sabías? Seguro «Jaqueca» ya te estuvo soplando la cosa.

Marcelo suspiró levemente. Iba a explicar todo, pero pronto desistió de la idea. La gentileza era uno de sus varios dones:

-Me lo imaginaba. Al ver a Damián tomando notas supe de inmediato que estaban en «el tema Marlowe».

-¿Damián? ¿Qué Damián?- preguntó con sobresalto Joseph.

-El que está sentado a tu lado- dijo Marcelo.

Ahora el ballet, que había pasado a tener tres componentes, giró la mirada en la misma dirección, el flanco dama del tablero, a la izquierda de Joseph: allí estaba uno de los más jóvenes del grupo, el Pibe.

Era probablemente el miembro más valioso de nuestro equipo. Respetuoso de la experiencia de los más veteranos, mantenía una actitud admirable: era paciente con las fallas a la vez que exageraba las virtudes de los demás. Hablaba poco. Le interesaban las artes plásticas, y siempre andaba con un cuaderno de notas: pensaba que las cosas que escuchaba entre noostros eran material de una especie de futura novela (o nouvelle, como insistía en decir Joseph). El Profesor, en cambio, se entusiasmaba con la posibilidad de alguna clase de ensayo antropológico. El resto, dado el carácter del barro con que contaba el alfarero, sólo esperaba narraciones de terror, a lo Poe o Lovecraft.

Últimamente, cada vez que Damián estaba anotando algo era porque estábamos avanzando en la cuestión de Marlowe, o a él le parecía eso. Concentrados en su polémica personal, tanto Joseph como Ale no habían notado a nuestro joven escriba en acción. Esa clase de desatención no era infrecuente. Varias veces gente extraña terminaba sentada con nosotros y sólo al final, en las despedidas y ya con un importante nivel de alcohol en sangre, nos dábamos cuenta de la presencia de «la tribuna», como se llamaba afectuosamente a esos acompañantes ocasionales, en el verde césped.

——————————————————————————————————— Esta noche era especialmente concurrida en La Real. Se notaba en el abundante humo, el sonido de cristales que chocan, la cantidad de cuentos contados por idiotas, el ruido y la furia. La cerrazón crecía en el ambiente.

-Gobernar es poblar, digo yo. ¡Y me sigo negando al matrimonio y a tener hijos! Jajaja- proclamó como un heraldo al cruzar la puerta de entrada nuestro miembro más distinguido, Danielito. Lo acompañaba como un guardaespaldas una cara nueva. 

No sorprendía a nadie que cada tanto al Doctor lo siguiera directo desde su consultorio alguno de sus pacientes. Danielito tenía su propio y singular punto de vista acerca de lo que significa un tratamiento integral completo. Una vez en la confitería, las prescripciones pasaban a estar en manos del Profesor, quien era también nuestro «Bartender» oficial. Solía “recetar” diferentes bebidas según el estado anímico del paciente y sus perspectivas: por ejemplo, el ron podía favorecer un estado de exhaltación, el gin correspondía a la melancolía, el whisky a la reflexión, y así por el estilo. 

Una vez todos reacomodados, la atención se centró en el acompañante del Doc. Se presentó como Roberto y nos mostró, en el único gesto que reveló algo de entusiasmo, un carnet de socio de Independiente. Era alto, de rostro impenetrable y aire de ex boxeador. Parecía un tiburón con la nariz rota. Su mirada, típica del hombre que ha luchado largamente con su sombra, lo disimulaba dentro del grupo, y a la vez también lo distinguía. Tanto que «Jaqueca», que solía ignorar a quienes no le resultaban interesantes al primer golpe de vista, se le acercó con curiosidad. La excusa, ofrecerle algo de beber. 

Había bastante alboroto en el ambiente, por lo que se hablaron al oído, y ambos rieron por lo bajo de algo que quedó entre ellos. «Jaqueca» se retiró lanzándonos una mirada altiva al resto, como si acabara de salir de una audiencia privada con la Reina Máxima de Holanda. 

-¿En qué andábamos ?- retomó entonces Joseph.

-En que estabas por tirar tu rey «Bogie» en el tablero- aprovechó Ale.

-No- dijo con suavidad Damián- Marce preguntó por los pilotos.

Todos asintieron.

-¡Claro! Los pilotos… Les pilotes– volvió a traducirse Joseph, quien con un golpecito de codo le explicaba al visitante en tono confidencial:

-Traduzco a causa del mozo, para que entienda bien todo. Parece que es francés, ¿viste?- y lo señaló sin disimulo mientras éste servía un trago al paciente de Daniel.- Se llama Jacques, pero nosotros acá lo apodamos «Jaqueca»- y guiñó un ojo de forma cómplice mientras lo volvió a codear, esta vez con más fuerza.

-¿Y Marce? ¿Cómo era el tema? Contanos-  volvió Damián al tema.

-No… nada. Una broma tonta- sonrió el Goleador- Ya ni me acuerdo cómo era.

-Dale, dale… ahora decilo- apretó Joseph.

-Un amigo solía comentar que los llamamos «piloto» porque sin ellos no podríamos llegar a donde queremos cuando llueve, jaja- se aflojó Marcelo.

-Ah, bueno…- intervino Alejandro frotándose las manos con gesto exagerado- ahora entonces comienza el taller superior de creatividad literaria. Se me ocurre esto- añadió mientras miraba concentrado hacia el techo-: les decimos «piloto» porque son un ensayo de lo que deberíamos haber llevado para no mojarnos: un paraguas, ja.

-Ese estuvo fino, muy intelectual- reconoció Joseph- ¿A ver qué les parece esto?: Los llamamos «piloto» porque si se mojan se les apaga la llamita… ¡Jajaja! – Y después de ese breve instante donde la sorpresa se suele transformar en bochorno, todos rieron entre el asombro y la resignación.

-Esta charla se hunde- le dijo por lo bajo el Pibe al Doctor mientras se tapaba parcialmente la cara con una mano.- Hacé algo, por favor. 

Daniel, que todavía no había pronunciado casi palabra, era conciente que debía proteger la imagen del grupo delante del visitante. Entonces, intuyendo lo hablado previamente, le dijo al Goleador:

-Si Joseph insiste con Bogart, supongo Marce que vos también lo hacés con Elliott Gould, ¿verdad?

-No sé Dani… Ahora no estoy tan convencido. Volví a ver hace poco The Long Goodbye (Robert Altman, 1973), y me parece que hay un error de casting importante: Gould no daba Marlowe, tenía todavía una cara de nene impresionante, no sé siquiera si pasaba de los 35 años entonces. Era casi un detective posmoderno, ja- se sinceró Marcelo.

-Cómo la pifiaron ahí, ¿no?- acompañó Alejandro.

-Creo que Altman lo premió por su buen papel en M.A.S.H. (de 1970), pero su rol como Marlowe no resistió bien la prueba del tiempo. Ojo, igual el film es excelente, ¿eh?- aclaró Marce.

  


-Es cierto, el enfoque fue singular: una sátira del género junto a una fina lectura de los valores de una sociedad que fue de la guerra en Vietman al Watergate en poco tiempo- reafirmó el Profesor con aire reflexivo.

-No hay película mala de Altman- sentenció Joseph.

-A propósito, Jose, escuchá esto: Gould estuvo casado con Bogart, ¿sabías? ¡Jennifer Bogart! Buscalo, te va a gustar… jaja- cerró con sorna Alejandro, obteniendo de Joseph una expresión de verdadera confusión en su rostro. Respecto al tema, todos tenian sus recursos. Joseph era la sabiduría instintiva, Alejandro, la erudición y la memoria, Marcelo una inteligencia flexible, y así también Damián y el resto. Pero el verdadero conocedor, el «especialista», era el Doc. Solía llevar a todas partes un volumen con las narraciones completas de Marlowe, todas las novelas de Chandler, desde El sueño eterno hasta El largo adiós, y los relatos cortos (El confidente, El lápiz) donde también aparece el detective. Cuando surgía alguna duda, abría casi al azar este grueso tomo, que parecía una Biblia, y leía textualmente lo que se asumía como una respuesta que bajaba del cielo. Si Marlowe era una especie de deidad, Daniel era entonces su profeta Jeremías, con el desierto y todo a cuestas.

 Por eso, sus siguientes palabras captaron la atención singular de todos:

-Veo que nadie está hablando todavía de Mitchum en Farewell, My Lovely (Dick Richards, 1975). ¿Por qué demonios no tomar este maldito caso de una vez?- preguntó mirando a su alrededor, al tiempo que bebía un primer whisky.  «Jaqueca», que se acercaba, al oír esto arqueó las cejas con sorpresa, y al llegar a nosotros decidió pasar de largo. El resto por un instante contuvo el aliento. «Tomar el caso» significaba, evidentemente, internarse en el misterio. Investigar. Correr todos los riesgos. Rastrear sus pistas hastas las últimas consecuencias, como si nosotros fuéramos los verdaderos detectives.   La cuestión en realidad no era ni nueva ni enteramente nuestra. Era la variante principal de una vieja leyenda urbana que, como una clásica apertura de ajedrez, había adoptado a lo largo del tiempo múltiples formas. Un asunto que (lo sabíamos) se había tratado de eludir todo lo posible. Un tema tabú.  

Y acá la naturaleza de la posición cambiaba de forma drástica. No importaba cuánto había insistido Joseph con Bogart (una vez llegó al extremo de afirmar que el primer Marlowe fue el bueno de «Bogie»… ¡pero en Casablanca (1942), al personificar a Rick Blaine!). No eran relevantes ya los análisis de Marcelo respecto a Gould. Ni siquiera nos conmovía tanto el tímido apoyo que daba el Pibe al pionero de todos, Dick Powell en Murder, My Sweet (Edward Dmytryk, 1944), si lo asediábamos lo suficiente como para hacerlo opinar.

 

Tampoco importaba mucho el resto: ¿que Robert Montgomery lo interpretó en Lady In The Lake (1947), siendo también el director de un experimento estético (la cámara subjetiva) de dudoso valor? ¿Que, además, George Montgomery dio en The Brasher Doubloon (John Brahm, 1947) el último Marlowe que vio en vida el mismísimo Chandler? ¿O qué, finalmente, James Garner interpretó la que fue posiblemente la peor versión en Marlowe, de Paul Bogart (Bogart… ¡otra vez Bogart!) en 1969? Nada de todo esto importaba realmente ahora. Sólo el Profe apelaba cada tanto a alguno de estos nombres como sus elegidos, pero más como acto de provocación a sus ocasionales interlocutores, que por el propio convencimiento del valor de ellos.

Y nada de nada importaba en última instancia porque, más allá de cuestiones técnicas, lo que íntimamente sentíamos como medular, lo central de nuestra extensa y debatida partida, era el rol de Robert Mitchum, el único hombre que hizo dos veces de Marlowe… y el único Marlowe que estuvo en Buenos Aires.

Lo primero no admitía dudas, Mitchum dio grandes actuaciones como el legendario detective de L.A. en films menores, casi televisivos: el antes mencionado y también en The Big Sleep (Michael Winner, 1978). Y más que eso, en estas y otras películas clásicas se elevó a la altura de los hombres que con su sola presencia, inaccesibles por fuera y frágiles por dentro, dieron la cifra de toda una época (The Story Of G.I. Joe y Crossfire son apenas dos ejemplos de esto). Fue el alma del cine negro, el dolor expuesto de una conocida cicatriz y, al mismo tiempo, la suave caricia sobre esa vieja herida.

La segunda cuestión admitía toda clase de dudas, pero, como dijo alguien: “De todas las curiosidades humanas, la curiosidad de un hombre por lo que no puede comprender es quizás la más extraña y duradera.”

Que Mitchum había vivido en Buenos Aires. Que Marlowe no era solamente un personaje de ficción. Que Chandler, como pianista enamorado de una chica argentina, había compuesto tangos para ella. Estas y otras hipótesis increíbles cabían dentro del «Farewell Case», que ahora volvía a estar ante nosotros. Allí estaba apuntando con su mirada curiosa el Doctor, mientras fumaba pausada y meditativamente delante de su propia ventana alta y gastada.

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Afuera estaba lluvioso y frío, demasiado para ser primavera. Durante un buen rato se debatió la propuesta (sobre todo las implicancias) del caso que, dado el pavor general, parecía a estas alturas una especie de versión local de La noche del cazador. Hasta «Jaqueca» volvió a sumarse a la charla a medida que los clientes del lugar se empezaban a marchar a casa.

Sin embargo, además de estos matices, también era interesante notar cómo, más allá de las muchas palabras que constituyen el guión de nuestras vidas (que pronto se dicen y pronto se olvidan), en momentos así los pocos gestos, los humildes ademanes de nuestros cuerpos, también pueden hablar de modo convincente y dejar una semblanza de la persona que somos.

Por ejemplo, Alejandro, con su mirada intermitente hacia arriba, como buscando algo en su vasta biblioteca, reflejaba su intento de pensar mediante la cita justa. Marcelo, echado hacia atrás, cruzado de piernas y con una vaso de whisky siempre a medio llenar, daba el tipo que sabe escuchar. Joseph, atento con sus brazos cruzados sobre la mesa como si tuviera siempre un tablero delante, nos decía que estaba listo para responder con ingenio ante cualquier nueva jugada. Y Daniel, siendo el de mayor edad, parecía el más distraído, pero al ponerse de pie, con sus rodillas levemente flexionadas y sus manos colgando al costado del cuerpo como listo para desenfundar un imaginario revólver, nos recordaba su firmeza y reflejos en la inteligencia.

Pese a todo, aquella noche Damián, el más observador, no estaba atento a ninguno de ellos. Se lo notó fascinado con el visitante, el desconocido Roberto, aunque este casi no pronunciaba palabra y se mostraba mayormente apático. Luego dijo que ni siquiera en aquel momento hubiera sido capaz de explicar la razón del hechizo, sucedía que simplemente no podía dejar de observarlo, al tiempo que continuaba trabajando en su habitual cuaderno.

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-¿Por qué maldita razón no abordar este asunto de una vez?- volvió Danielito a la carga después de un rato. Y ahondó:- ¿A qué le estamos temiendo?

-Mi escepticismo me impide considerar algo de todo eso que se dice.- fijó rápida posición Ale- Lo siento, pero no veo ninguna posibilidad de que algo así pueda ser cierto. Citaré a Tomás el apóstol: “Hasta que no pueda darle un abrazo, como Galeano manda, no voy a creer en ese cuerpo resucitado”… o algo así, jaja- añadió ofreciendo su coctelera de particular humor enrevesado.

En este tema, él parecía atrincherado como recio defensor charrúa en el área, resistiendo teorías relacionadas con apariciones enigmáticas, identidades encubiertas o cosas que parecían lindar con lo paranormal. De ser necesario, revoleaba la pelota a la tribuna.

A modo de rápida respuesta, el Doc tomó su grueso volumen de Marlowe, lo abrió en el capítulo 4 de Adiós, Muñeca y, mirando de reojo al Profe, leyó:

“-Enseñe sus cartas- le propuse- Yo le leeré un capítulo de la Biblia o le invitaré a un trago. Diga lo que prefiere.

-Hermano, la Biblia me gusta leerla más bien en la intimidad de mi familia- los ojos le brillaban, tranquilos, con un algo de batracio […] – Pase a este lado.

Di la vuelta alrededor del mostrador y saqué del bolsillo la botella plana con medio litro de bourbon de cuatro años y la coloqué en el estante. Mi interlocutor se inclinó y la examinó. Pareció satisfecho.

-Coincido con ese sabio recepcionista- dijo Alejandro divertido- retiro toda mi incredulidad y acepto ya mismo tu invitación, Danielito. ¡Jajaja!

Todos reímos.

-Otra cuestión a tener en cuenta es si realmente queremos saber acerca de esto. A veces una buena partida de ajedrez es una combinación de ver lo suficiente y de no ver demasiado, ¿me explico? ¿Y si descubrimos cosas decepcionantes de nuestro ídolo? Dicen que es mejor contemplar las grandes obras a cierta distancia, porque si nos acercarnos demasiado se corre el riesgo de empezar a descubrir sus imperfecciones- retomó Marce.

-“¿Nuestro ídolo?” ¡Jaja! ¿Quién sería ese? ¿Un simple actor?- preguntó de forma sorpresiva el acompañante del Doc, y sonó de inmediato a herejía.

Todos lo miramos azorados. Joseph pronto se puso de pie, lo miró de arriba hacia abajo con ojos achinados mientras estiraba sus brazos hacia adelante con los puños cerrados, como si fuera a conducir una motocicleta. Algunos temimos lo peor. Felizamente se dio la vuelta y se dirigió al baño sin hablar.

En medio de esta tensión inesperada intervino el Doctor para suavizar la cosa. Trató de explicar el valor que le atribuíamos a los artistas, a los hombres de ciencia, a los héroes, a los santos que salvan al mundo (la mayoría de las veces, sin saberlo siquiera ellos mismos). Nada de toda esa hermosa teoría pareció conmover mucho al visitante, que insistió con desdén:

-¡Bah! No es para tanto… Un actor es un simple trabajador. Alguien con horario de entrada y salida, con un contrato. Si tenemos en cuenta que una de las grandes estrellas, un “ídolo”, de ese oficio ha sido Rin-tin-tín, (¡un perro que hasta tiene su huella en El Paseo de la Fama de Hollywood!) tampoco es algo para presumir demasiado, ¿no les parece?

Agradecimos que Joseph tardara en regresar. No es fácil saber cómo hubiera reaccionado ante esta diatriba que no sólo iba contra el protagonista de Cabo de miedo, ¡sino que podía interpretarse también como un ataque al mismísimo «Bogie»! A esa altura no sabíamos qué estaba buscando exactamente el forastero, pero sí que lo estaba buscando en el lugar equivocado.

Damián, soslayando los últimos comentarios, redireccionó la charla:

-Apoyo la idea de Dani, investiguemos todo lo posible a ver qué sale de esto. Recuerdo que, en un momento de Retorno al pasado, Mitchum le recrimina a la hermosa y malvada Greer que lo que está haciendo no es el modo de ganar. A lo que ella responde: «¿Acaso hay una manera de ganar?» Y entonces él cierra gloriosamente: «Digamos que ganar es únicamente un modo de perder más lentamente.» ¿No es hermoso?

-Es cierto- dijo Marce marcando con un dedo índice hacia abajo, como quien se encuentra frente a una inesperada simetría- Cuántas veces hemos dicho lo mismo, pero de otra manera: “El ajedrez es un juego en el que se vive perdiendo. Todo lo que podemos hacer es jugarlo.” Creo que se puede intentar lo de ir a fondo con la leyenda esta. Si nos sale mal… y bueno, de última, acabaremos siendo beautiful losers, ¿no?

– ¡Ya lo somos! Hace tiempo que somos beaux perdants… Jaja- gritó Joseph mientras volvía por el pasillo a paso firme, acomodándose aún el pelo que recién había aprovechado a mojar al lavarse la cara- Quizás incluso desde antes de empezar a jugar… beaux perdants desde antes de empezar a jugar- repitió al llegar a la mesa.

De a poco, varios se fueron poniendo de pie. Era tarde, y comenzaban los saludos de despedida. Se trataba de ese momento de relativo caos donde, a menudo, nadie sabe bien con quien se está hablando. Había palmadas en los hombros, algún abrazo, bromas y chanzas por elevación.

-Muy bien, entonces. – trató de alzar la voz satisfecho Daniel, en medio de un bullicio que se volvía creciente- hay que contarle de esto también a los que hoy no están: a León, a Seba, al Jeque, a las chicas y al resto, ¿no?

-El Jeque está acá, Dani, al lado de Marce- le susurrró por lo bajo el Pibe, tratando de evitarle la vergüenza.

-La puta madre, nunca veo cuando llega este- dijo el Doc, más como reproche a sí mismo que por responder.

-Estaba desde antes que llegaras- aclaró Damián, aliviado porque nadie los estaba escuchando.- Pero si te sirve de consuelo, yo tampoco recuerdo haberlo visto entrar. Es un espectro- dijo preocupado mientras ambos, todavía sentados, contemplaban al grupo en su maniobra de dispersión general.

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Lo que ocurrió al final, todos lo recordamos de manera diferente. Contaré no tanto lo que guardó mi memoria, que no suele ser gran cosa, sino más bien lo que me inventé. A los efectos de un relato como este, será casi lo mismo.

Todo sucedió vertiginosamente, como en un zeitnot ajedrecístico, como en un sueño. Voces que se mezclan en un Babel de saludos y promesas de un próximo reencuentro. El humo de cigarrillos que no terminan de extinguirse. Los últimos vasos volviendo vacíos sobre una mesa desordenada. El mozo que deja al fin su bandeja y la correspondiente servilleta blanca colgada en el antebrazo para sumarse a la efusión de todos. Y Joseph que escucha atento en la radio una melodía que nos resulta familiar:

-¿Qué es esto que suena, «Jaqueca»? A ver, subilo un poco.

-Es el Marlowe’s Theme, de David Shire.

-Carajo, la canción de Farewell, My Lovely.

-¿En serio? ¡Escuchen muchachos!

-Qué belleza.

-Es increíble.

Todas esas frases se dijeron como en un canto gregoriano, por distintas voces que hoy parecen la misma voz.

Ignorado por el grupo, el visitante se fue deslizando con discreción hacia la salida. Al ver a Ale se le acercó, lo observó con aire perdido y le dio un inusitado abrazo.

Sorprendido, pero ágil para salir del paso, el Profe reaccionó:

No voy a decirte adiós. Te lo dije cuando significaba algo. Te lo dije cuando era triste, solitario y final.

-He tardado demasiado en volver- repuso mientras seguía su rumbo Roberto. Al llegar a la puerta se detuvo y, mirando hacia abajo, como buscando algo, agregó- La cirugía plástica lleva tiempo…

Una emoción fría nos recorrió el cuerpo. Todos pensamos exactamente lo mismo. Nadie quiso decirlo. Damián, el único que no se había parado, tomó su cuaderno, lo agitó brevemente en el aire y lo arrojó sobre la mesa ante la vista atónita de la mayoría. No eran notas. Se trataba, en cambio, de un retrato del forastero:

-Le quité algunos años, y al escuchar lo que se iba diciendo le agregué los accesorios: un sombrero, un piloto y un revólver- explicó su obra.

Todos nos volvimos a sentar. El mozo retomó la servilleta y su bandeja.

– «Jaqueca», ¿qué pidió para beber Roberto?- se animó a indagar Marce.

-Algo que era mitad ginebra y mitad jugo cítrico, no sé, algo de lima, dijo- respondió temeroso, como si estuviera hablando de brebajes de fantasmas.

-Traenos a todos lo mismo. Yo invito esta ronda- dijo Dani mientras miraba a Ale y volvía a consultar El largo adiós. Ambos sabían algo acerca del Gimlet.

Ya no quedaba nadie más que nosotros allí. Afuera seguía lloviendo. No recuerdo a qué hora nos fuimos de La Real aquella noche.

(Continuará)


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