Zenón de Asunción

La última paradoja: un saludo póstumo al Maestro paraguayo Franco Ocampos, que no se ha ido.

Por Jeque Blanco para Noticias La Insuperable ·

“La muerte es la cosa, la única, que me aterra siempre. La odio.

Hoy en día se puede sobrevivir a todo… menos a ella

-Oscar Wilde

Cuenta Javier Marías en «Vidas escritas» que, sintiéndose próximo a su final, el autor de «El retrato de Dorian Gray» pidió para celebrar la ocasión el champán más caro posible. Cuando le hicieron notar lo inoportuno de su derroche, el bueno de Oscar reflexionó juguetón: “Es cierto. Parece que estoy muriendo por encima de mis posibilidades.” (Risas y aplausos de nuestra parte). Fue el último acto de un hombre genial que hizo de su vida privada un capítulo sustancial de su obra pública, no menos genial.

En el caso de nuestro amigo Zenón Franco Ocampos, desconocemos la existencia del champán en su último zeitnot. Quizás esto haya sido reemplazado por sus mates sencillos y sus libros habituales con los que trabajaba en una mesa que lo tuvo hasta el final como un estudiante incansable, único.

Su vida y su obra también fueron de la mano en el llamado “camino del salmón”, a contracorriente: en un tiempo de materias fragmentarias y especialistas varios fue un renacentista, un unicista, alguien que quiso abarcarlo todo. No se puede reducir su legado al de un simple deportista, un jugador con logros importantes, tampoco al de un escritor o divulgador, y menos el de un entrenador o pedagogo más. Fue todo eso, sí, pero excedió largamente estas categorías.

Amaba la cultura universal y la diversidad del mundo lo suficiente como para comprender bien que reducir la existencia de un hombre al análisis o al cálculo de movidas dentro de 64 casillas, su Elo o el rendimiento y la estadística era, más que destacarlo, empobrecerlo. Deploraba evaluar las cosas desde la mirada limitada de una máquina, se llamara Deep Blue, Stockfish, Robocop, Terminator o cualquier otro cyborg de Skynet. Sabía que el silicio era por causa del hombre, y no al revés.

“En cuanto a las partidas de ajedrez que parecen anunciar el fin del ajedrez, yo creo que más bien anuncian un justificado cansancio por la poco sutil búsqueda de precisión inhumana que tenemos como parte de una herencia no deseada desde mediados del siglo XX, Alan Turing y la llamada Inteligencia Artificial. Algún día tendrá que morir esta longeva modernidad”, bromeó.

Fue de los pocos Maestros renombrados que criticó sin ambages, y con sólidos argumentos, la renuncia de Magnus Carlsen, hace unos 2 años, a defender el título mundial FIDE a ritmo Clásico y, sobre todo también, su elección de jugar principalmente torneos a ritmos Rápido y Relámpago, especialmente de forma virtual, vía internet y en plataformas que ostentan el monopolio global de esto.

A la hora de escribir, eludió el lugar común de brindar a la actualidad la total atención (“¡ay!, este híper presente absoluto donde parece que nada es contexto de nada, y los datos ocupan el lugar del conocimiento y la información reemplaza al pensamiento… al final, Heidegger tenía razón: el tiempo sólo se redujo a ser velocidad”, se quejó hace poco), dio dimensión histórica a sus búsquedas y, sobre todo, priorizó la belleza. Sea esto rescatando a compositores de Finales Artísticos olvidados (el último: el armenio Ernest Pogosyants) o publicando ambiciosos trabajos acerca de figuras no tan reconocidas hoy, como Akiba Rubinstein o Boris Spassky.

Seguramente en el futuro habrá tiempo para repasar con más calma la carrera del ajedrecista, su pensamiento y su legado. Hoy, desde el dolor de una pérdida irreparable, sólo queremos dejar registrada una breve semblanza del hombre. Se llamó Zenón, y al igual que su homónimo griego nacido en Elea, el discípulo de Parménides, fue “de mente inmensamente sutil y profunda, un maestro de las paradojas” (la sentencia es de Bertrand Russell). Otros lo apodaron “el tiburón”, nosotros lo llamamos simplemente Zenón de Asunción.

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Debe estar desternillándose de risa, Zenón, ahora que muchos se lanzan a su elogio e idolatría de forma repentina. El, que fue siempre tímido y despistado, ni siquiera sabía recordar mucho que existe la Muerte. Le debieron haber avisado de la situación cuando se encontró repentinamente con Oscar Wilde, en su habitación, todavía brindando con champán por la suya y despotricando contra unas cortinas feas (“estos colores horribles y yo estamos luchando a muerte, uno de los dos tendrá que irse”, le dijo a Zenón cuando lo vio allí, asombrado).

-Es muy necesario esto de no hacer nada. Vivimos en una época de subcultura y exceso de trabajo; un tiempo en que la gente quiere ser tan laboriosa que se ha vuelto rematadamente estúpida- le agregó Wilde, para distraerlo de esas telas del demonio, a las que seguía mirando con odio.

Cuando entendió finalmente ante quien se encontraba, Zenón sintió que estaba en el cielo, e inspirado respondió:

– ¿Sabés cuál es la diferencia entre el periodismo y la literatura? -y logró que Wilde, ahora girando su mirada desde la ventana, le preste atención -Que el periodismo hoy es ilegible, y la literatura no la lee nadie- remató.

Se quedaron pensativos por un instante, y casi de forma simultánea añadieron divertidos:

– ¿Será por eso que habremos escrito tanto? -y rieron a carcajadas.

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Por otro lado, ahora que lo pienso mejor, despedir a quien aún está entre nosotros es una evidente contradicción, una invocación de La paradoja del movimiento. Porque, en realidad, todavía me cuentan que Zenón anda jugando Blitz en el Parque Lezama de Buenos Aires, saludando amigos en el club Jaque Mate del barrio de Constitución, y hasta consultando revistas viejas en el Club Argentino. Dado su gusto por la literatura en general y el romanticismo de Rubén Darío en particular, nos parece bien entonces cerrar este saludo improvisado con unos versos que (nos ilusiona imaginarlo así) le hubieran arrancado alguna sonrisa cómplice.

De las naves que no vuelven

A Zenón Franco Ocampos,

In Memoriam.

«Sumergido otra vez el maniqueo tablero hecho de polvo, de sal y aporías,

Tramado por inmóviles cielos, mástiles de Odiseo y frescos racimos

Que tientan la carne, desafiando la cifra, simulando del mar el camino…

¡Oh, pertinaz peregrino que al fin descubres tu rostro, agotando tus días!

Ansiosas, las jóvenes piezas del muelle, latentes aún en la mano

Del terco retador que vuelve a Dios (y Este a su indiferente porfía)

Intuyen aún sin zarpar la efímera suerte del Agón (y también su agonía)

Las repetidas celadas, el vigilado azar, las algas del final, los terrosos gusanos.

Te fuiste con tus mates, entre libros habituales y una mesa que ahora

Añora los lindes de vidas afuera detenidas, perplejas, no sabiendo vivir.

Adentro, un travieso país de trebejos guaraníes te sigue haciendo feliz,

Angirû: tu risa de niño jacarandá se sigue trepando a las lilas que hoy te lloran.

Ya nada puede herirte. El tiempo, que a todos nos deja, te ha dado

En tu viaje un gusto del mundo, metáforas íntimas de una eternidad

Que ahora sólo tú conoces: las velas del amor deseado, una playa y una Ciudad

Que fueron muchas ciudades: Asunción, Buenos Aires y de Compostela, Santiago.

Sé que aún nos aguardas en tu asombro infinito, en tu pluma, su distraída ternura.

‘Nada existe y todo dura en este raro ajedrez’,

me dijiste una vez en el Club Argentino.

(Vaya para ti amigo, pues, esta tardía singladura)”


Jeque Blanco

19 de octubre de 2024


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