Elogio de la deserción

| Encuentros con Judit (II) post match mundial en Singapur |

Por Polgarcito para Noticias La Insuperable ·

La tarea del periodismo de ajedrez hoy consiste en tratar de informar

que Ding ha muerto a quienes no sabían que Ding estaba vivo.”

-Dr. Daniel Elinger

Salíamos de una exposición del Dr. en una de las universidades que él visitaba cada tanto para promover el ajedrez como herramienta educativa. Todavía nervioso por la experiencia de acompañarlo y, conciente que la cultura de este mundo y este tiempo en particular, no parecen favorecer el hábito de ejercitar el pensamiento, le pregunté si esta no era una batalla perdida de antemano.

-¿Estás vivo?- me preguntó como quien pasa a otro tema.
-No entiendo…
-Claro, ¿vos sentís que estás vivo todavía? -insistió con naturalidad.
-Y sí… -respondí alzando los hombros, no muy seguro de adónde iba la cosa.

-Perfecto entonces -me premió con una palmadita en mi espalda que todavía estaba más encorvada que de costumbre por el peso de las dudas-. “Las cosas muertas suelen ser arrastradas por la corriente. Sólo algo vivo puede ir a contracorriente.”

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Así son nuestras charlas. Como dice la letra de Discépolo en un tango memorable, una mezcla milagrosa de sabiduría erudita e impulsos suicidas de los que solemos reírnos: “En mi familia nunca se ha suicidado nadie, no era una alternativa para los de clase media. Mi madre estaba demasiado ocupada en la cocina matando el sabor del pollo como para pensar en pegarse un tiro…” ¡Jajaja!

Ya acomodados en nuestro habitual café (la escuela de todas las cosas), en la esquina de su casa, no pudo olvidar la queja y atacó con su 1.P4R habitual:

-Desde que volviste de Singapur no dijiste u-na-so-la pa-la-bra- acentuó cada sílaba de este nuevo giro, ahora no tan imprevisto.

-Tampoco es que nos hayamos encontrado tanto, ¿eh?

-Dale. Ya te parecés a Alejandro, “el Houdini de la palabra justa”, siempre escapando hacia adelante. Vos sabés a qué me estoy refiriendo, ¿okay?

Y la verdad es que yo lo sabía, muy bien lo sabía. No era casual la mención del famoso ilusionista nacido en Budapest. Tampoco que citara a Ale, nuestro gran cronista, el mejor, del match mundial de ajedrez recién concluido. Ni siquiera que hablara del “mote juste”, por Flaubert, autor de “Bouvard y Pecuchet”, esa novela engañosamente simple del siglo XIX que se anticipó a Kafka y que se había transformado de alguna manera en la historia de nuestras vidas, no menos engañosamente simples. Efectivamente, nada (o casi nada) era casual en Danielito, un hombre de mentalidad científica que movía sus piezas siempre con motivos precisos.

Quería que le hablara de Judit. Y también de la derrota de Ding, sorpresiva por la forma. Pero sobre todo que le contara de mi nuevo encuentro con ella.

Traté de eludir un poco la cosa divagando acerca del clima, la historia y la comida de Singapur.

-¿Ves que te parecés a Alejandro?- me frenó en seco, y agregó inclinándose hacia adelante con sutileza para que no quedaran dudas de su interés particular:- me importa tres carajos los vinos de Singapur flaco, hablame de Judit, también de Ding si querés, pero quiero que me cuentes de ella, ¿mm? Dale. ¿Leyó tu última nota? ¿Qué le pareció el volver a verte? ¿Qué piensa del desenlace del match mundial? Ah, ¿te acordaste de darle mis saludos y ese regalito que le mandé?

Su voz ronca y firme, acompañada de un nuevo cigarrillo en la mano para afirmarse, no me dejaban opción. No seré todavía lo suficientemente joven como para saberlo todo, pero ya me doy cuenta cuando un amigo de verdad está por clavarme un puñal de frente.

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Mi experiencia en Singapur junto a Judit fue intensa. Su ajustada agenda sumada a la imposibilidad de encontrarnos en público nos obligaba a ir arrancando a escondidas, furtivamente, las flores del jardín del tiempo que compartimos a medida que podíamos en esos días y noches de ajedrez, de amor y de guerra.

Ya le había mandado previamente, a través de un conserje del hotel, el regalo de Daniel, y ahora andaba buscándola en la entrada al lugar de juego. Lo primero que hizo al verme fue apresurarse (todo en Judit exhibe prisas), tomarme de un brazo, llevarme aparte y decirme al oído:
-¡Tenemos que hablar de Spassky!

– ¿Qué? ¿Cómo?

-Sí, si… después te explico.

-…

-Ah, y te salió muy linda la crónica sobre nosotros junto a los pingüinos. ¡Me encantó! -e hizo una pausa con sus ojos atentos de “lechucita” esperando una primera reacción de mi parte.

Como no entendí en absoluto a qué venía lo de Spassky, traté de explicarle como pude, allí, arrinconado para que no nos vieran los del equipo de Gukesh que justo pasaban cerca para la primera partida, que mi escrito también trataba otras cosas importantes, como, por ejemplo, la luna de Borges, la de su padre, Casablanca, el Danubio, el vino húngaro, Chesterton, etc.

-Oh, sí… – respondió suspirando- ¡La luna de los pingüinos! Y cuánto frío que pasamos entonces, ¿no? Jaja -soltó una risa liviana y, antes de partir con la misma velocidad que llegó, me besó con un cuidado y ternura que todavía me acompañan.

Al parecer, me desmayé inmediatamente. Recobré la conciencia durante el transcurso de la quinta partida.

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“Si un hombre soñara que ha estado en el paraíso y que le han dado una flor y, al despertar, encontrara esa flor sobre su almohada, ¿sería eso prueba suficiente de que ha estado ahí?”. Nunca sabré, supongo, si pude hacerle esa pregunta en el sueño o en la vigilia, antes o después de perder la conciencia. En todo caso, ¿de qué hablamos cuando hablamos de conciencia?

Al despertar, estaban junto a mí Judit y una rosa roja.

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– ¡Tonto! Te dije que te cuidaras con las comidas acá- me retó con espíritu maternal cuando empecé a volver totalmente en mí, mientras me daba suaves palmaditas en la cara con la misma mano que ejecutaba sus maravillas en el tablero.

Parece que me había intoxicado con algunos de esos platos exóticos que mezclan pescado con vaya a saber uno qué. Convaleciente y afiebrado, poco supe del mundo en esas horas. Igual, yo siempre pensaré que fue el poderoso efecto del beso de Judit.

-Dale. Tenés que ponerte bien para que hablemos- me dijo apremiándome (Judit siempre parecía estar apremiándome).

Apenas pude llegar a enterarme que el match estaba empatado (una victoria por lado y el resto tablas) cuando tomé conciencia de la cantidad de días que había estado inconsciente: ¡me había perdido casi la tercera parte del duelo!
-No importa. No hay tiempo que perder ahora.

-No hay tiempo…-repetí mecánicamente, todavía aturdido por el beso, por la comida, por el calor… y entonces: – ¡Judit! ¿No deberías estar comentando la ronda?

-Naaa- respondió replicando la muletilla porteña que tanto le gusta (a Judit se le da muy bien sacar la entonación y modismos de las diversas lenguas que aprende)- es una partida aburridísima, una Francesa del Cambio que, jugada así por este chico de la India, debería ofender a los franceses, jaja. Ah, y hablando justo de Francia, ¡tengo que contarte lo de Spassky!

Me parecía haber oído entre sueños algo así antes. Al bajar de la cama en ese momento me sentí algo débil, pero con ella a mi lado esa sensación parecía confundirse con una levedad etérea que asocié, no sé por qué, con los ángeles que rodean el trono de Dios en el cielo (siempre y cuando exista Dios, o ángeles, o al menos algo parecido a un cielo… en realidad, pensándolo mejor, me conformo con existir, aunque sea débilmente, acá en Singapur junto a Judit, me dije como alargando esa clase de diálogo interno que tenemos para evitar darnos cuenta que a cada paso el suelo nos invita con sus brazos estirados a resignarnos a la inevitable caída final del cuerpo. Una sensación que nos acompaña toda la vida).

Fuimos hacia una cafetería.
-Vos vas a tomar sólo un té liviano por ahora, ¿si?- ordenó, y luego, como si hubiera leído mi mente al salir del alojamiento, añadió con tono enigmático y saltando de repente a otra dimensión, así, de la nada (Judit suele estar saltando a otras dimensiones)- ¿sabés una cosa? Estaba pensando que, si existe el cielo tal como nos lo enseñaron de chicos, no quisiera ir allí. Ninguno de mis amigos está en ese lugar.

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-La palabra clave es “deserción”, me dijo Boris. “Desertar o no desertar, esa es la cuestión ahora”, añadió con su voz debilitada por los años. Al principio pensé que estaba desvariando o senil, pero luego empezó a explicarme su idea. En realidad, no es del todo suya. Me habló de ciertos filósofos italianos. Citó libros que no conocía. Sé que suena todo muy alocado. Pero creo que llegué a captar la esencia de su mensaje.

-La verdad, Judit, no estoy entendiendo nada. ¿Segura que vos tampoco comiste algo raro acá? Jeje (o quizás quedó tan impactada por el beso como yo, llegué a pensar con ilusión).

-No estoy para bromas ahora- se puso seria.

-Está bien.

-Sé que es difícil de explicar en unos pocos minutos, y más para vos entender todo ahora, pero tenés que confiar en lo que te estoy contando.

-Bueno.

-La cosa es compleja, tiene sus factores históricos, su contexto socio económico, su anclaje ideológico, pero no es tan difícil de definir en sus contornos amplios para alguien que quiera verlo, aunque no sea un erudito.

-Adelante. Estoy tratando de seguirte.

-El mundo se ha puesto muy feo, ¿verdad?

-Eso sí lo entiendo, je. Uh, bueno. No pongas esa cara. Solamente trato de aportar humor.

-Lo valoro… lo valoro- resopló juntando paciencia. – Es una de las cosas que me gustan de vos, y de los argentinos en general, su capacidad de reírse de sí mismos, eso de acortar el camino entre la tragedia y la comedia, como si el tiempo no fuera un puente tan necesario entre estos extremos.

-Perdón. Ya no te distraigo más. Continuá por favor.

Lo que siguió fue una exposición en donde Judit adoptó una faceta pedagógica que desconocía en ella hasta entonces. Por mi parte, yo escuchaba fascinado (siempre escucho con fascinación a Judit) todo el argumento revolucionario (qué raro se siente uno al usar esta palabra en esta época: revolucionario) que ella iba desplegando. Era obvio que no estaba repitiendo lo dicho por otro: había analizado por sí misma todo, los hechos y sus interpretaciones.

Me habló de asuntos muy serios, del mundo todo, para arriba y para abajo, de los cambios recientes, en particular desde los ‘90. El triunfo de la democracia nominal (y, paradójicamente a la vez, su fracaso como forma de gobierno representativa real) asociada al capitalismo financiero. La irrupción vertiginosa de la tecnología como elemento invasivo y automatizante en nuestras vidas (la imposición de las redes antisociales como forma de vincularnos). El fin del paradigma expansivo del crecimiento. La desintegración social (desde su núcleo familiar hasta las grandes comunidades) por la pérdida del valor de la solidaridad, entre tantos otros. El derrumbe de los sistemas educativos. La sobreabundancia de información (solamente en el periódico de un día hay más datos de los que manejaba una persona educada en toda una vida en el siglo XVII) y la falta de referencias para su interpretación. La velocidad de los sucesos globales, la imposibilidad de poder asimilarlos. El estrés y la frustración. La metamorfosis de este siglo: pasar de ciudadanos a simples consumidores. El triunfo de la ética de la publicidad y el show business. La pérdida del deseo, del amor, de la esperanza. La depresión generalizada o la psicosis agresiva como respuesta natural a todo lo anterior. Y muchas otras cosas así de importantes.

Creo que se detuvo porque percibió mi conmoción, mi rostro ensombrecido. Era mucho para similar de una vez. Mi espíritu de niño desbordado sólo me permitía llorar como única respuesta, y eso hice.

– ¿Todo eso te contó Spassky? -le pregunté cuando me recompuse.

-Sólo una parte. El resto lo investigué y pensé por mi cuenta. Y todavía me falta mucho…

– ¿Pero Boris acaso no “desertó” justamente del comunismo soviético en su momento?

-Claro. Y por eso lo escuché con especial interés. Este concepto en boca de alguien que ya lo había hecho en una dirección, pero que ahora ve que es necesario hacerlo en la otra también, me pareció fascinante.

-Eso suena asombroso, ciertamente.

-Así como en tiempos de guerra, algunos soldados desertan (sea porque están enamorados o porque simplemente temen morir), hoy la posibilidad de desertar de la paz de cementerio que ofrece este sistema es una forma de empuñar nuestra impotencia para rebelarnos, quitándole la energía con que cuenta esta rueda que gira a esta altura ya por pura y loca inercia hacia el precipicio final.

Nos tomamos unos momentos para el necesario silencio. Ella estaba agotada por el esfuerzo de poner en palabras algo que todos sentimos a diario, que intuimos, pero que es fácil negar siguiendo a la manada. Yo estaba abrumado por sentir eso que Edvar Munch describió al pintar su cuadro “El grito” en 1893.

“Paseaba por un sendero con dos amigos; el sol se puso.
De repente, el cielo se tiñó de rojo sangre […] me apoyé […] muerto de cansancio:
sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad.
Mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad.
Sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza.”

Me sentí agradecido por poder pensar ahora en estas cosas nuevas (o no tanto) en compañía de alguien que también conocía la máxima: “La única educación eterna es ésta: estar lo bastante seguro de una cosa, para atreverse a decírsela a un niño.”

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Solo pudimos volver a encontrarnos de forma esporádica y breve en los siguientes días, lo cual de alguna manera fue bueno: me permitió tratar de comprender mejor todo lo hablado aquella jornada particular. ¿Por qué tenía apuro por contarme de esa charla con Spassky justo ahora, durante el match? ¿Estaba ella presintiendo algo en especial?

Las partidas siguieron, “como siguen las cosas que no tienen mucho sentido”. Llegó la entrega de Ding en la ronda número once. Su obra maestra de la doce. Y la increíble catorce, la movida 55. Tf2?? y todo lo demás… lo que ya sabemos (¿lo que sabemos?).

Tuve tiempo incluso para volver a analizar todo a fondo. Escuchar a los muchos, demasiados, especialistas. Comparar. Me quedó en la cabeza la foto del análisis del módulo de Lichess para la última: una partida perfecta, ninguna crítica de la siempre quisquillosa máquina durante más de 50 movidas con la mayor presión. Nada. Salvo ese error. Ese único error (¿un error?).

¿Y si hubiera allí un mensaje cifrado que no estamos entendiendo todavía? Como si en la doce nos dijera: “Gano cuando quiero”, y ahora con esto otro: “Pierdo también cuando yo quiero”, “si no me entendieron en la once, tendrán que hacerlo en la catorce, no tendrán más remedio que hacerlo”, “¿o de verdad creyeron que yo no vi 26. Ca7 en la mejor partida del match? Jajaja”. Se ha estado riendo por dentro todo este tiempo Ding, actuando maravillosamente. Los orientales siempre cuentan con esa forma de ingenuidad que es la mirada altanera, por encima del hombro, que ejercen los arrogantes occidentales. Como ellos sólo se limitan a sonreír de manera cortés todo el tiempo… ¡Tienen tanta cara de buenitos! Pero (y vuelvo al final), a este nivel nadie hace tantas jugadas buenas para colgarse un match mundial así (¿o será que no se colgó?).

Los inventores de la pólvora han estado jugando con fuego durante todo este tiempo (“que puedo jugar a ganar, y no lo hago”, “que parece que estoy perdido, pero no te dejo ganar”) y han aprendido a no quemarse. Saben que de este lado del mundo preferimos creer en lo imposible, desdeñando lo improbable. Que elegimos perdonar al criminal, pero no al soñador.

Judit me lo dijo a su manera, sin decírmelo, y tuvo razón: nuestro amigo Ding, el campeón mundial, en un juego de sombras chinescas apenas perceptible en la caverna, nos ha engañado a todos y delante de nuestras narices: ¡ha desertado!

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Nos pudimos reencontrar tranquilos cuando todo había pasado. Casi no había gente en el hotel ya. Ninguno quería decir la primera frase. Entre el asombro por lo sucedido (pero más aún por lo premonitorio, lo subyacente) y la sorpresa por la exactitud de la profecía autocumplida, nuestros ojos se buscaban con provocación, y ese gesto cómplice de quienes comparten un secreto único.

-Boris lo supo antes y mejor que nadie- dijo al fin Judit.

– ¿Volviste a hablar con él?

-No.

-Todavía no puedo creer lo que ha pasado aquí.

-Yo tampoco. Aunque ahora entiendo algo sobre los motivos del chino.

-Yo no sé bien aún si quiero entender algo.

-Pero todas las piezas del rompecabezas encajan perfectamente, ¿no?

-No puedo negar eso, y de allí mi angustia.

-Ding nació en la década del derrumbe. Es un hombre de nuestra época de forma cabal. Lleva en su alma las marcas de aquello que hoy nos inquieta tanto: la hiperproductividad y la hipercomunicación, la paradoja de que para ganarnos la vida debemos renunciar a la vida.

-Pero él ha renunciado, en definitiva ¿o no?

-Sí. Pero es una renuncia creativa, diferente a la de Carlsen que está basada en su tremendo ego, y que puede traducirse en algo como: “si no puedo ganar, no juego más”.

– ¿Cómo sería eso?

-Claro. ¿Para vos el ajedrez es un juego finito o infinito?

-Uh, no sé…

-Si es finito, entonces todo su propósito es ganar, y nada más. En cambio, si es infinito, la meta es jugar, nada más (¡y nada menos!) que jugar, y las reglas para que eso sea posible pueden mutar, ir cambiando, porque se trata de un juego infinito…

-Como la vida.

-Como el amor.

-…
-…

-Judit, ¡sos una genia! “¿De qué planeta viniste?”-le arrojé de improviso para probar sus reflejos y memoria.

– ¡Naaa…! -respondió con énfasis deliberado y una amplia sonrisa, actuado su porteñísmo por adopción. – Acá el “gol del siglo” lo acaba de hacer otro, ¿no?

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Luego de la charla tuve la epifanía. Judit lo sabía (Judit siempre sabe), claro, pero quería que yo me diera cuenta solo, pensando todo por mi cuenta. Al fin y al cabo, la belleza no precisa explicación, y nada que merezca la pena puede ser enseñado.

Así como Flaubert presintió el fin de la novela como género literario (y escribió Bouvard), así como Houdini presintió la ausencia de un más allá de espíritus que se comunicaban con los médiums (y arriesgó su cuerpo físico), así como Kafka presintió el horror del más acá (y anticipó las siluetas del fascismo en el mundo), ahora Ding presintió la muerte del ajedrez (y quién sabe qué otras cosas más), y entonces en un acto valiente y premeditado (no necesariamente conciente), bello e intrincado a la manera de una novela policial, así, al pasar, como si nada… pintó de nuevo, a su manera, el cuadro de Munch y nos dejó su personal “Grito” silencioso en Singapur.

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Al finalizar mi relato Danielito aún sostenía en alto su último cigarrillo. Habían pasado varios café americanos y cortados por nuestra mesa en la vereda, y a la tarde le empezaban a salir ojeras. Alejandro ya había publicado sus inapelables “Fuera del tablero” y “Los misterios de Sentosa”, pero aun así el Dr. se mostraba sorprendido con un gesto compuesto de verdadero asombro, por un lado, pero también de poder estar confirmando algo largamente sospechado. Asentía con su cabeza cada tanto, y me miraba con ojos entornados y fijos, como Marlowe al comprobar la resolución de un caso difícil.

No emitió ningún juicio. Nos dijimos algunas palabras de ocasión para, de a poco, ir despidiéndonos. Quedamos en seguir la charla en otro momento. Al llegar a la esquina, antes de separarnos, le llegué a hacer una última pregunta.

– ¿Qué era el paquete que me diste para ella? Al final nunca me dijiste qué le regalaste a Judit.

Sonrió con malicia. Me miró como si no me estuviera viendo, como si hubiera alguien detrás de mí que le llamara la atención.

-Un libro del italiano Berardi, junto a un papel que tenía un número telefónico de París y un mensaje escrito: “Llamalo a Boris.”.

Se acomodó la gorra, me hizo un guiño de ojo cómplice y se perdió entre la gente que cruzaba la avenida Díaz Vélez.

(Continuará)

Polgarcito

Qué mundo maravilloso (VI)

Desde Buenos Aires

20 de diciembre de 2024



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1 comentario

  1. Otra exquisita fantasia de Polgarcito que suaviza sin esconderlas realidades muy duras. Historia, presente, vida, ajedrez
    Gracias Polgarcito!
    Ernestina

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