Adiós Auggie Wren

Una despedida al último de los grandes personajes navideños de la ficción contemporánea.

Por Silvina Belén para Noticias la Insuperable ·

Hubo un tiempo en el que no escaseaban los cuentos de navidad. Diarios, editores y revistas lanzaban o revivían cuentos de autores con prosapia o de plumas prometedoras. Eran número puesto Dickens y O. Henry, pero hasta un contemporáneo de la talla de Paul Auster publicó una genialidad el 25 de diciembre de 1990 en el New York Times: El cuento de navidad de Auggie Wren.

El cine también supo tener sus diciembres de ficciones alusivas. Además de Cigarros (Smoke por su título original), la versión para la pantalla grande del cuento de Auster, los memoriosos vernáculos recordarán, por ejemplo, a Raúl Rossi en Todo el año es Navidad (1960), que también había sido serie (1956-1961) nacida de un éxito del ’55: Cuatro autores y Navidad, un ciclo de unitarios.

En quioscos de diarios y librerías solían aparecer en exhibición, a poco de concluir noviembre, ediciones rústicas de La agitada navidad de Maigret de Simenon, o Navidades trágicas de Agatha Christie, para tentar a los amantes del policial en época de fiestas.

Hablamos de tiempos idos, por supuesto. Quizá haya sido Auster el último valiente –o nostálgico-: el noventismo preanunciaba un mundo en el que este tipo de textos ya no serían bien vistos.

Generosidad sin contraprestación, aficiones no monetizadas, empatía con ancianos, tolerancia con marginales y otros tópicos para el solaz del alma no pueden hoy por hoy compatibilizarse con los criterios de verosimilitud que las ficciones exigen.

Un amigo, sin embargo, nos contó que desde que leyó por primera vez este relato de Paul Auster, lo relee cada mes de diciembre. Hay algo en esas páginas que cree no haber terminado de descifrar y mucho que no quiere olvidar. Es más: escribió un texto relacionado con un aspecto del original que aceptó compartir a condición de que no se revelase nominalmente su autoría.

Antes de concluir, entonces, lo compartimos en el más estricto anonimato:

Mundos entrelazados

Propongo ser un personaje. Propongo serlo si la oportunidad llega. No representarlo, ni  encarnarlo para que otros lo perciban. No. Ser. Ser en todo o en parte, pero serlo. Por un rato cada día, por uno solo o por unas horas, por una temporada, constantemente o con intermitencias.

Aunque toda lectura constituirá la oportunidad de hallar al que de algún modo seremos, no es cuestión de buscar, de trajinar relatos, dramas y novelas con ese fin. Nada de eso. Se trata de estar abiertos a potenciales encuentros, de saber que el mundo posible en el que vive un personaje podría  entrelazarse con el nuestro.

Mi oportunidad sirve de ejemplo. Llegó con Auggie Wren, en la década del noventa. Voy a contar cómo y de qué forma para que la propuesta no quede entre brumas, ni en hipótesis trasnochada, ni en delirio. Hubo otras, pero me centraré en esta. Para entender mejor, bastará con leer El cuento de Navidad de Auggie Wren de Paul Auster.

En aquella época, es decir: en los desolados años noventa, mi  realidad de oficinista me daba la sensación de estar muy lejos de cualquier experiencia vital distinta a las rutinas del empleado simplón. Sin embargo, yo también, como Auggie, tenía a metros del trabajo esa minúscula esquina del mundo para trascender. 

Así que todas las mañanas a la misma hora, igual que él, me plantaba en mi esquina para fotografiar el microcosmos que me había tocado en suerte. Fui puntual, constante, meticuloso en el encuadre. Cada día, por unos instantes, era Auggie Wren.

Tras completar el primer álbum, vi las muchas similitudes y las pequeñas diferencias en aquellas imágenes en apariencia repetidas. A medida que transcurrían los meses, los álbumes se multiplicaban a la par de las conjeturas sobre otras vidas, los ínfimos hallazgos y las historias imaginadas sobre quienes compartían mi pequeño rincón del mundo a la hora señalada por la lente.

Cuando al fin renuncié a aquel empleo tuve la sensación de alejarme de la oficina de la mano de Auggie, que era yo. Con los álbumes en la bolsa de pertenencias acumuladas por años en los cajones del escritorio, abandoné el barco de la chatura convencido de que, gracias a las fotos que en ellos atesoraba, un largo periodo de insulsas rutinas había cobrado sentido.

Dispuse de una tarde entera para estudiar las imágenes. Con los anteojos de cerca examiné las fotos, fui de un álbum a otro, avancé y retrocedí, evoqué nubes, mujeres, cabezas erguidas y gachas, soles, perros, lluvias, hombres, edificios… A la noche guardé todos los álbumes en una caja de cartón. Muchas veces volví a ellos pero, hasta ahora, no se los mostré a nadie.

Confío en que más temprano que tarde llegará la persona con la que podré compartir la obra. Sé que esa persona recorrerá el camino que va del desconcierto al asombro y la compresión. Me digo que en esa ocasión por venir ella será, tal vez sin saberlo, Paul, y que yo seré de nuevo Auggie Wren, quizá por última vez.

Con el paso del tiempo, nos decía el amigo, los imaginarios álbumes de los posibles Auggies porteños se le fueron antojando siniestros. Ahora, con las navidades a la vuelta de la esquina, no querría ni imaginar el compendio de horrores que podría descubrirse en el álbum de 2024.

Y al Auggie Wren navideño, reflexionamos, no podríamos recrearlo jamás. Los contaminados vientos libertarios tornan inverosímil a un individuo que decide devolverle la billetera al ladronzuelo que la perdió cuando osaba violentar la propiedad privada de un argentino de bien. Y que, para colmo, decide reconfortar a una anciana discapacitada –carga insufrible para el contribuyente- emparentada con el frustrado delincuente juvenil.

Aunque ya empecemos a extrañar a Paul, aunque no aceptemos así como así que ya no habrá nuevos textos nacidos de su pluma, y aunque nos cueste darle el inexorable adiós, coincidimos en que no habrá otro remedio que despedirse al menos, tal vez para siempre, de un personaje que supo cautivarnos.

Adiós Auggie Wren.




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