Al igual que su héroe renacido en estos días, Oesterheld retorna para contarnos su historia (que también es la nuestra). Como el otro, este relato también es infinito.

Por Jeque Blanco para Noticias La Insuperable
“Si no hubiera tanta gente muerta en este mundo,
nosotros, los que aún intentamos vivir, no sufriríamos tanto.”
-James Baldwin.
Dedicado a María del Pilar García Santos.
Ajedrez a ciegas
“Los últimos en ver vivo a Germán serían Javier Antonio Casaretto, Arturo Chillida y Juan Carlos Benítez. A los tres los secuestraron en Mercedes hacia fines de 1977 y permanecieron en el Vesubio hasta el 16 de enero de 1978. Antes de irse –cada uno por su lado-, lo identificarían entre los que aún quedaban en la sala Q. Los tres coincidieron en la descripción: Oesterheld tenía la cabeza vendada. Casaretto, además, pudo ver que estaba jugando al ajedrez…” (Los Oesterheld, pág. 380).
Desde que lo supe, me acompaña esta imagen suya en particular, me conmueve como si fuera el último cuadrito de alguna de sus admirables historietas, como si unos pocos trazos de Solano o Breccia intentaran atrapar en ese momento, en esa última agonía reflexiva hecha de casillas claras y oscuras, toda la potencia del drama contenido en sus imaginativos textos.
Todavía veo a nuestro héroe, inclinado y pensativo ante un tablero miserable y algunas piecitas hechas de cartón con la ayuda de Marcela Quiroga, huérfana de apenas 12 años, compañera del horror en esa sección y también la última en recibir alguna de sus lecciones (“Vamos Marcelita, repasemos la tarea que tenemos para hoy. ¿Viste matemáticas a la mañana? Y no nos olvidemos de Lengua… hay que estudiar igual, ¿eh? Tenés que estar lista para cuando salgas y vuelvas a la escuela”. Todavía hoy, a varias décadas de distancia -y a la vuelta de solo una noche de insomnio-, ella puede recordar su voz recitando alguna de las poesías de Juana de Ibarbourou.)

¿Qué estaría pensando Germán en ese momento frente al tablero, ya sin la mayoría de sus dientes debido a la tortura atroz, con el cuerpo envejecido y un dolor capaz de convertir su sangre alemana en agua rioplatense hecha de agonías, conciente como pocos de la derrota absoluta?
Ya sin sus hijas, sus jóvenes y amadas cuatro hijas (hasta esa crueldad insoportable le hicieron al viejo: retenerlo con vida para anoticiarlo de la cacería y muerte de cada una de ellas, primero). Ya sin sus otros hijos, las hojas borroneadas con aventuras increíbles y, sin embargo, imaginando e inventando cosas nuevas que regaló a los que estaban secuestrados con él hasta el final.
¿Qué escenarios estaría vislumbrando ese hombre que pasaba la mayor parte del día encapuchado? ¿Qué clase de movimiento estaría preparando entonces para este inaudito ajedrez que es la vida que nos ha tocado en suerte?
No pocas veces me dormí soñando con esa imagen y sus posibles sentidos. No pocas veces en la vigilia traté de entender (¿no es eso lo que buscamos todos?) la relación entre “el pino inmenso” y el “blando montón de cenizas” que, según el conocido poema, queda tras el fuego. En este desierto cada vez más amplio y quemante, esa “sombra fresca y movediza” hoy no sólo es una ausencia, sino también un enigma. Se sabe, por aquí ya es costumbre de sinuosos incendiarios saber apropiarse de las estatuas, mientras que a otros que nunca vemos venir las llamas nos quedan los mártires.
Por todo esto, cuando algunas noches atrás, ya de madrugada, comenzó la lenta y fría llovizna que precede a la nieve en la montaña donde vivo, no me sorprendió demasiado –pues fue una sorpresa anhelada- que en la cocina de mi humilde morada estuviera esperando, sentado y sereno, el creador del Eternauta:
-Hola Jeque, ¿qué tal? –me saludó guiñando un ojo.
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Café para dos
Cuando las circunstancias son adversas, la gente está mejor dispuesta para practicar el engaño. De entrada, este hombre extraordinario mostró su plena capacidad para ello cuando me dijo, a modo de presentación, la más maravillosa de todas las mentiras:
–Tenía muchas ganas de conocerlo.
– ¿Es usted? –atiné a decir estirando las vocales, tratando de recomponerme del susto, mientras esforzaba mis ojos en su enfocarse todo lo posible.
-…
– ¿Es realmente usted?
Ahora que lo pienso un poco, no tengo idea de por qué estaba tan seguro de reconocerlo. Nunca nos habíamos visto y, salvo por haber observado algunas pocas y viejas imágenes suyas, no había verdadera razón para estar tan confiado, al primer golpe de vista, de reconocer a Germán, el legendario Héctor Germán Oesterheld. Pero lo sabía (de algún modo lo sabía) … ¡era él!
Me sonrió de manera afable y se acomodó mejor en la silla, irguiéndose como si sus palabras precisaran, antes de ser pronunciadas, de un mejor posicionamiento del voluminoso cuerpo que seguía portando. Teníamos mucho que decirnos, y también nada que decirnos.
– ¿No tiene frío? –volví a preguntar, por decir algo, todavía incrédulo.
-Estoy acostumbrado a la nieve, no lo olvide, je –respondió mientras observaba, a través de la ventana que estaba junto a la mesa y su silla, caer los primeros copos. Y volvió a sonreír, ahora de forma más expansiva, como si recordara algo caro a su memoria.
Vestía su clásico sobretodo marrón claro y tenía los brazos cruzados, levemente encorvado sobre la mesa donde estaban el termo y el mate de siempre, junto a un libro clásico de ajedrez: “Roberto Grau, el Maestro”, de Juan Sebastián Morgado en colaboración con otros.
Tomó mi manual de trabajo:
– Usted sabe que yo conocí en vida a Grau, ¿no? –dijo mientras miraba atentamente algunas fotografías que acompañaban la selección de partidas.
– ¿En vida? –repetí como un autómata, sin saber exactamente qué estaba preguntando.
-Es una manera de decir. Nada está muy claro cuando todavía es de noche –susurró pensativo, mientras apoyaba el libro cuidadosamente en la mesa, con una leve caricia sobre la tapa.
Alzó luego su rostro e inclinó levemente su cabeza hacia un lado, recostándose en el respaldo de la silla. Sentí en ese momento que con su mirada inquisitiva esperaba de mi parte una declaración, algo que estuviera a la altura de su visita especial. Me dio un momento para que pudiera asimilar la situación. Supo que yo, como el hombre racional que soy, estaba dudando seriamente de la naturaleza del momento: ¿estaría soñando? ¿Cómo había llegado allí? ¿Sería todo esto una alucinación? ¿Me había levantado en la noche para tomar agua, quizás? ¿O cabía la posibilidad de…?
-Está bien –retomó la palabra volviendo a mirar el libro sobre la mesa-, supongo que usted no está entendiendo si esto es… ¿cómo decirlo? ¿Real?
-…
– ¿“Real” será una buena palabra para estas cosas? –se preguntó de pronto, cambiando el tono y alzando su vista al techo.
-…
-Bueno, como sea que se pueda decir, sepa Jeque que este es un encuentro verdadero. Sí, este es un término más apropiado… esto es algo verdadero –dijo hablando más consigo mismo que conmigo, al fin satisfecho.
– ¿Pero… usted está vivo? –me oí decir con brusquedad.
-Esa es una pregunta difícil –respondió bajando la voz, y añadió mientras echaba un vistazo vigilante a su alrededor-: así como no está del todo claro quiénes están vivos de su lado, tampoco podemos estar tan seguros acerca de quiénes están muertos del mío.
Nos miramos unos instantes, como dando tiempo al efecto de todas estas palabras tan importantes, las primeras, las que fijan nuestra posición en la apertura del juego.
-Yo también conozco a alguien de ese libro –dije con un giro repentino-, su autor: el Maestro Morgado.
-…
– ¿Le gustaría tomar café?
-Le acepto con gusto. Hace frío, y esta puede ser una noche larga…
-…
-Ah, y a Juan Sebastián también lo tengo visto. Mire que yo soy raro, ¿eh? Pero este hombre quizás me supere. Es un personaje absoluto… un per-so-na-je –soltó alzando las cejas y abriendo grandes los ojos, como quien está pensando en cosas increíbles.
-…
-Admiro su amor por las personas éticas y su fidelidad por los hechos. Esa vocación de investigador clandestino me hace acordar un poco al Marlowe de Chandler. Merecería estar escribiendo novelas negras o historietas –dijo mientras yo comenzaba a preparar café para dos, con esa fuerte sensación de irrealidad que proviene de evocar de forma espontánea, a deshoras, la imagen de Robert Mitchum sintiéndose cansado y viejo, asomado a una ventana con un vaso de whisky en la mano, y pensando en la facilidad que tenemos para dar con la gente equivocada.
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Risas compartidas
-Hay una solución –reanudó corto y misterioso, ya con ambos sentados frente a frente, taza caliente en mano y la mutua impresión de que la charla iba a precipitarse, ya sin tantos cuidados preliminares.
– ¿La solución de qué? –reaccioné como el que recibe de pronto un consejo inesperado para un problema que ya no recuerda.
-Mire, vamos a hacer lo siguiente… –eligió una hoja suelta entre mis carpetas que había en la mesa, escribió algo breve en ella, la dobló con atención especial a su simetría y me la entregó. – Tenga esto como una prueba de fe.
La tomé con desconfianza y, por un momento, dudé en abrirla para ver su contenido. Temí recibir esa clase de revelaciones de las que ya no hay retorno.
-No entiendo.
-Ya va a entender.
La curiosidad se impuso. Extendí la hoja en el aire y leí: “Vale por un cuento que escribiremos juntos en el futuro.” No sé por qué, pero en ese momento me hizo mucha gracia, tanto que reí por primera vez en la noche. Él también rio con ganas.
Es curioso, así como todos recordamos el primer beso de un amor, también cuando reímos juntos por primera vez, parece sellarse de algún modo una amistad deseada con alguien.
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Dos clases de locura
– ¿Armamos el tablero? –me propuso de repente.
-Con todo gusto. –respondí, y no pude evitar recordar a Korchnoi jugando con Maroczy, su ídolo ya muerto, a través de una médium.

Después de algunas movidas en silencio –Germán, como el buen niño que seguía siendo, se tomó muy en serio el juego-, levantó su vista con algo de solemnidad y dijo con voz grave:
-Usted sigue enojado con eso de la serie sobre el Eternauta, ¿no?
– ¡No me diga Germán que usted también mira Netflix! –exclamé con una expresión de espanto fingido, y volvimos a reir con ganas mientras yo sobreactuaba tomándome la cabeza.
-Tengo entendido, además, que sus comentarios han molestado a algunos amigos.
-No me enojé –o si lo hice, no me di cuenta-. Sí estuve perplejo y apenado. Aún me dura.
-Caramba.
-Vea, no me quejo del negocio, que siempre existió, por otra parte, en estas cosas. Pero ahora es diferente, no sé, creo que se ha cruzado un límite. Y ni siquiera después de tanto escribir soy capaz de definir con precisión esta nueva forma del horror que nos está llegando. Hay algo elusivo que pasa por debajo del radar, incluso, de la mayoría de las personas inteligentes y bienintencionadas que conozco.
-Comprendo.
-Las falacias no dejan de serlo por estar de moda, ¿verdad? –No se lo mencioné, pero en ese momento volví a pensar en los mártires y las estatuas… los mártires y las series televisivas.
-Es cierto, pero al menos debemos reconocer que gracias a Netflix muchos se han acercado a la obra.
– ¿De verdad se han acercado a su obra? –dije, y me arrepentí al instante: por primera vez una sombra atravesó su rostro.
De repente, mi impertinencia lo condujo, como si se tratara de un actor que improvisa un reemplazo, al conocido teatro de los viejos errores -que son, por otra parte, los únicos que uno puede seguir cometiendo-. Germán, con el optimismo de su voluntad todavía pensaba que de algo sirven algunas cosas. Y yo, con el pesimismo de mi inteligencia, sabiendo como suele acabar esta clase de obras, no resistí el impulso de hacer la movida crítica, la que añadía a su rol una amargura más, una que era innecesaria. Tan innecesaria como que debajo de este escenario nadie nos estaba mirando.
-Tiene usted razón Germán, por lo menos las nuevas generaciones con esto tan difundido ahora se han enterado. Quizás muchos vayan a leerlo, a descubrirlo por sí mismos. –me apresuré a corregir.
-…
-Discúlpeme, no quise lastimarlo.
-No. Está bien. Sucede que me quedé pensando. Creo que usted, Jeque, acierta en algunas cosas, pero también se equivoca en otras.
-Dígame. Lo escucho.
-Es cierto que cuando se insiste mucho con eso de que el fin justifica los medios –y este sería el caso, ¿no? – cuando se apela a esto, es porque además de que los medios suelen ser dudosos, los fines… los fines reales –y subrayó esta parte como haciendo una línea en el aire -, son inconfesables.
-…
-Y también es atinado aquello de que la repetición como mantra de ciertas ideas, por buenas que sean –“nadie se salva solo”, “el héroe es colectivo”, “lo viejo funciona”, etc- de tanto repetir y repetir, bueno, un día nadie sabe lo que está diciendo. Se vacía de contenido. No digo que no se pueda hacer… quizás por un rato, digo que es dudoso que quienes lo hacen sepan lo que están haciendo. Le pasó incluso al pobre Jesús de Nazaret. Quiso enseñarnos a rezar, y hoy nadie sabe lo que recita cuando pronuncia el Padrenuestro. ¡Y eso lo hicimos sin la ayuda de Netflix!
-…
-Incluso le concedo algo más: la actitud de cualquier persona digna ante el entretenimiento de forma y propósito comercial debe ser muy semejante a la postura que Lincoln tenía hacia la esclavitud. Esto es: uno podría soportar a Disney… ¡pero no una defensa de Disney!
-…
-Sin embargo, hay algo en sus argumentos que debe ser, al menos, revisado –dijo y se detuvo, como buscando ordenar las palabras de la forma más precisa, demorando la respiración de las frases que siguieron.
-Continúe, por favor.
-Respecto a las ramas de este árbol, recuerde lo que yo solía decir cuando me proponían hablar de religión, ¿se acuerda?
-Usted se negaba a debatir sobre eso.
– ¿Y por qué? – dijo de forma retórica.
-…
-Yo era agnóstico, no creía en ninguna divinidad, pero, ¿de qué servía intentar refutar la creencia de otros? Era sacarles algo a cambio de nada, ¿comprende?
-Sí.
-Por otro lado, y yendo a la raiz, usted idealiza un poco la cuestión de la memoria al tiempo que subestima el valor del olvido. Nunca es tanto ni tan poco –e hizo una pausa para captar toda mi atención.
-…
-En realidad, hace falta el mismo valor y fortaleza para recordar como para olvidar.
– ¿Cómo es eso? –dije tratando de disimular mi sorpresa.
-Para recordar se debe cortejar la locura a través del dolor…
-…
-… y me refiero al dolor recurrente de la muerte de la inocencia.
-…
-Por otro lado, la gente que elige olvidar corteja otra clase de locura: la locura de negar el dolor, y quizá un cierto desprecio por la inocencia.
-…
-Entonces el mundo sólo nos puede quedar dividido entre los locos que recuerdan y los locos que olvidan –dijo con el gesto de quien hace una jugada perdedora.
-Si esto es cierto, es algo terrible Germán.
-Es algo terrible justamente porque no necesita ser cierto. – concluyó como si ahora hubiera descubierto algo en el tablero.
(Temí estar en el umbral de la tan temida epifanía que demolía mi visión de la partida).
-Ese es el verdadero abismo –añadió sin darme respiro-. El que inaugura la ilusión del control férreo de nuestras vidas, el que nos obliga a ser especialistas en el autoengaño, el que fomenta el orgullo de nuestras decisiones y la poco humilde elaboración de sistemas de evasión que nos hacen parecer ante el mundo como lo que no somos, y hace aparecer al mundo como lo que no es.
-…
-…
-Discúlpeme Germán, me perdí un poco.
-No se preocupe. Hay botes que se pierden botes, y vuelven barcos.
Sus argumentos no admitían ninguna réplica, pero tampoco forzaban necesariamente mi convicción. Con todo, advertí en ese momento que las palabras de este hombre -tan extraño como familiar- me hacían sentir como el mar seguro debe sentir a las olas.
-Jaque mate –me dijo, y sonrió con malicia.
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“Mi lirio/ al nacer dudaba ser flor o ser cirio”
-Igual, yo sé cuál es la razón de su verdadero malestar, más allá del Eternauta, la cultura y todo lo demás –añadió para atenuar mi derrota.
– ¿Y eso sería…?
-Que hace tiempo que usted sabe poseer entre sus documentos dos partidas de nacimiento –una de 1975 y otra de 1977-, duda sobre su identidad y todavía no se decide al respecto.
– ¿Cómo lo supo? –dije palideciendo.
-Usted es como la mayoría de los argentinos –ignoró mi pregunta-, no tiene un sentido del destino. Cuando se encuentra ante él no sabe bien qué hacer…
El frío repentino de sentirme descubierto, sin ramas de higuera a mano para cubrir mi vergüenza, detuvo cualquier intento de justificación.
– ¿Por qué cree que lo vine a visitar a usted justo ahora? ¿Porque acaso soy un buen vecino? –capturó mi culpa.
– No lo sé. Porque… ¿porque me ha visto perdido en esta noche cada vez más profunda? –tartamudeé sin poder mirarlo al rostro.
Hizo un gesto de sorpresa y decepción, como si me hubiera visto desperdiciar una posición ganadora, un mate simple en dos jugadas, pero creo que entendió la naturaleza de mi error. Así como yo había aprendido que el amor podía ser verdadero o falso, pero nunca libre, él supo de inmediato que esta cobardía hecha de amorosas postergaciones era todavía, para el caso de mi batalla, la armadura correcta.
Entonces, negando con su cabeza mientras sonreía, como si yo hubiera deslizado algo gracioso sin darme cuenta, inclinándose hacia mí todo lo que pudo, dijo:
-Mire Jeque, si el asunto es la noche que nos toca, si se trata sólo de eso, entonces la única cura que nos queda es apagar todas las luces y dejar que el hombre descubra por sí mismo las estrellas, incluso aquellas que habiéndose extinguido hace tiempo ya, nos dan aún su brillo tardío.
Alcé mis ojos buscando con anhelo, en la profundidad de los suyos, exactamente eso. Se hizo un silencio espeso. Ambos teníamos más cosas en la mente de las que podíamos expresar. Creí ver en su mirada la ternura de un abuelo por su nieto.
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La jugada secreta

– ¿Ya debe marcharse? –le pregunté cuando, en realidad, eran otras las cosas que quería preguntar.
-Sé perfectamente que todo esto le suena confuso, y que es difícil que usted comprenda tanto como quisiera. No se preocupe. Yo tampoco pude en mi tiempo. En definitiva, el azar es el nombre que damos a un orden misterioso que todavía no conocemos, ¿verdad? Pero, para que vea que le tengo confianza, le doy un consejo: léase de nuevo “El milagro secreto”.
– ¿El cuento de Borges?
-Exacto.
-…
-Ahora, si me disculpa, debo pasar a ver a Pilar García Santos, cuarta generación de una familia de libreros en la ciudad de Mendoza. Le van a entregar una distinción oficial por su trayectoria y aporte a la cultura. ¡Ya han pasado 85 años desde la fundación de su librería por Don Eugenio!
– ¿Usted también la conoce? –dije sorprendido por enésima vez.
– Por supuesto, ¿quiere que le lleve saludos de su parte?
-Puede ser… –recordé que justamente yo había sido invitado a ese acto, pero mi mala salud me impedía estar.
-…
– ¿Le puedo pedir un favor, Germán? ¿Se animaría a entregarle unas flores para compensar mi ausencia? Me apena verdaderamente no poder acompañarla en este momento tan especial para ella y nuestro medio.
– ¡Por supuesto! –pareció alegrarse de repente. – Los historietistas no solemos hacer otra cosa que esto: llevar flores y compensar ausencias.
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Final del juego
Lo malo de llevar una vida secreta –y esto es algo que los escritores no ignoramos- es que, a veces, resulta acabando ser secreta para nosotros mismos. Como los sueños que se diluyen en otros sueños, al principio no supe cómo volví a mi cama aquella noche. Y con los días llegué a la conclusión de que, en verdad, nunca había salido de ella. La memoria tiende a ser imprecisa, la realidad no.
Al repasar los detalles del encuentro, no fue difícil hallar las máscaras típicas de una ensoñación, los giros y caprichos de un libreto escrito por un demiurgo aburrido. Evidentemente, me había obsesionado con una serie televisiva que no había sido de mi agrado. Nada más. Cuando algo nos parece que ocurre de repente es que, en realidad, venía sucediendo hace tiempo.
De todos modos, obedeciendo al mandato de lo onírico busqué mi volumen de “Ficciones” para repasar esa historia singular del escritor condenado a muerte que, frente al pelotón de fusilamiento que ya le apuntaba, obtiene de Dios el permiso para finalizar su obra pendiente al detenerse el tiempo general, pero no el subjetivo. El desenlace es conocido: en el curso de un año en la mente del escritor se completa su drama, “Los enemigos”, para luego reanudarse el fluir de la descarga fatal que acaba tanto con el hombre como con su obra, todo en el mismo instante.
Sentí entonces el vértigo de los juegos mentales, las recónditas simetrías que admite este universo indiferente. Supe que tragedia y comedia son categorías insuficientes. Y que no hay que tomar demasiado en serio lo que los dioses hacen por diversión.
No pude evitar recordar que el Eternauta era un viajero del tiempo, que Oesterheld solía visitar a Borges en la Biblioteca Nacional, y que el Dios cristiano de la Biblia, capaz de obrar milagros en secreto, también nos exhorta en público a que amemos a nuestros vecinos y a nuestros enemigos, en razón de que es probable que ambos sean la misma cosa.
Sentado en la misma silla ficticia de Germán, en la cocina, brotó en mi alma una mueca triste y victoriosa (mi manera de ser feliz), igual que un tango hermoso. En mi soledad poblada de fantasmas, amenazado tanto de vida como de muerte, sentí que todos los rostros que conozco están a punto de desdibujarse, como si de un sueño se tratara. Advertí que todo tiene el valor de lo irrecuperable y lo azaroso. Todavía lo estoy pensando: no sé si prefiero la locura de la memoria o la del olvido.
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Post Scriptum

Anoche, ya concluido el texto de este artículo, y buscando material para las clases en mi biblioteca personal, encontré una hoja doblada que sobresalía del libro de Borges. Lo abrí y decía: “Vale por un cuento que escribiremos juntos en el futuro.”
Me acosté sabiendo que no podría dormir. Alguien, de alguna forma, estaba suspendiendo de nuevo la continuidad del tiempo sucesivo que nos arrebata como un río, y las balas de un pelotón asesino otra vez eran detenidas en el aire.
En la madrugada me levanté para tomar un vaso de agua. Miré por la ventana, parecía que comenzaba a nevar. Encontré entonces un mensaje perdido en el teléfono: era mi amiga Pilar que daba las gracias por unas flores recibidas…
(Continuará…)

Jeque Blanco
20 de junio de 2025
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