La vigencia del teatro de Samuel Beckett choca con el prejuicio de las etiquetas que falsamente anticipan decepciones.

Por Jorgelina Áster para Noticias La Insuperable
No parece haber absurdos en el teatro de Beckett, repetidamente etiquetado como “del absurdo”. Que sus obras más representadas, Esperando a Godot y Final de partida, desafíen lógicas cristalizadas no significa que el autor, el director y los actores disfruten de un acontecimiento que somete al público al sinsentido y la inopia de un tiempo muerto a manos de la incoherencia total.
Las controversias en torno al significado último de las obras, su sentido desvelado a través del aparente sinsentido que la inflexibilidad racional podría juzgar absurdo hueco, tampoco implican validar la etiqueta.

El propio Martin Esslin lamentó haber propuesto en 1961 una temprana definición: “El Teatro del Absurdo consiste en expresar el sentido del sinsentido de la condición humana, así como lo inútil del pensamiento racional proponiendo un abandono absoluto de la razón.”.
No muchos años después de formularla, dijo: “cuando la veo citada [la expresión ‘teatro del absurdo’] en un diario o en un libro, no sé si debo serle fiel o taparme la cara de vergüenza; porque lo que yo consideraba un concepto genérico, una hipótesis de trabajo destinada a comprender un gran número de fenómenos tan variados como difíciles de aprehender, se transformó para muchos -entre ellos los críticos teatrales- en una realidad tan concreta y específica como un sello».

El problema de la etiqueta, del sello, en gran medida, no se ha superado: mientras el teatro evoluciona, cambia, se enriquece y se renueva sin cesar, permanece una tendencia –quizá a caballo entre la comodidad y el prejuicio- a reducir a la escala de meros precursores, tan fácilmente encasillables como superados, a creadores como Beckett.
Sucede con ellos algo parecido a lo que Borges, en 1938, observaba respecto del juicio de los historiadores de la filosofía, que “suelen acordar a los presocráticos una mera importancia de precursores. Nietzsche, en cambio, sostuvo que eran el ápice del pensamiento filosófico griego y prefirió su estilo monumental al estilo dialéctico de Platón. (Hay quien prefiere ser intimidado a ser convencido.)”.
Aunque estemos ahora centrados en Beckett, las mismas observaciones valdrían para Ionesco y muchísimos otros renovadores del siglo XX o anteriores. En la última década, muchas versiones loables inspiradas en sus textos han catado el fracaso a causa del prejuicio y los equívocos de recorrer al vuelo la historia del teatro en sus rótulos.

Las simbologías de la espera, las sospechas de espera vana, el padecimiento de tantos Zamas y los Godot que nunca llegan, la espera y el vacío… Hasta los aforismos, como el atribuido al dramaturgo y poeta William Yeats: «La vida es una larga preparación para algo que nunca ocurre», de absurdo solo tienen la subyacente metáfora de lo absurdo que podría ser consumirse en la espera sin advertir que ya nada llegará.
Samuel Beckett siempre se negó a validar interpretaciones del sentido de sus obras, viniesen de donde viniesen. Su firmeza en el rechazo, la cerrazón cercana a la impostura, a veces se parecía a una competencia circunscripta a rechazarlas sin sacar ninguna del tablero.
Como jugador de ajedrez que era su autor, a Final de partida, en su polisemia, podría sumársele una riqueza lúdica insinuada en el título que, tal vez, ya haya sido aprovechada en alguna de las tantas reversiones que confirman la plena vigencia de la obra. Al fin y al cabo, la metáfora ajedrecística del título se ha repetido en un sinnúmero de especulaciones con pretensión de imponer un sentido determinado a la obra.

Algo así, que bien podría verse como una simpleza rústica, pondría de manifiesto que sospechar una dramaturgia lúdica en Beckett sería más plausible que confinarla en el rincón histórico de la absurdidad.
Aceptar jugar el juego de Beckett en medio de la sórdida penumbra tiene riesgos que aún vale la pena correr. ¿Seremos intimidados? Seguramente. Igual, no es absurdo sentarse al tablero aunque sintamos la asfixia de un mundo cerrado.
Si nos impregna la atmósfera del acontecimiento, si jugar nos lleva a intuir el inexorable final del final, será nuestro triunfo pírrico. Después vendrá la certeza de que nadie podrá confirmar nuestra intuición, de que no aparecerá ningún Godot cargado de respuestas.
Imagen top: Final de partida, dirigida por Alberto Madin en El Jufré.
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