
La memoria atraviesa a individuos y sociedades sin develar sus secretos más profundos ni mostrar todas sus caras.
Por Alfonsina Madry para Noticias La Insuperable
Muchas veces el olvido requiere fuerza de voluntad. La frase «El nombre Lampe debe ahora ser completamente olvidado» que Immanuel Kant anotó en su cuaderno suele traerse a colación cuando se habla de olvidos voluntarios. Paradójicamente, Martin Lampe, el sirviente del filósofo de la Ilustración, quedó en el recuerdo.
Y aunque los kantianos ya no abunden, unos cuantos líderes del pensamiento radicalizado que impera en nuestros días deben tener por ahí anotado, en tinta indeleble o bits, el recordatorio de hacer olvidar, por las buenas o por las malas, la razón universal que defendió Kant.
“No hace falta mucha perspicacia para ver que los logros de la Ilustración están siendo atacados masivamente en todo el mundo. El trumpismo como movimiento global, el populismo, los movimientos autoritarios, el pensamiento identitario, todos ellos son ataques explícitos a la razón universal.”, afirma Felix Heidenreich, autor de El sirviente del filósofo (2024).

Olvido, recuerdo y memoria, incluso pensamiento, son términos tan amplios, tan ligados, tan inasibles en su polisemia que no pueden adquirir significado sin un contexto que los enmarque; aun así, su carácter connotativo permanece.
La memoria para Funes, el personaje de Borges, es una condena; para el erudito, una seña de identidad; para la inteligencia, imprescindible. El olvido puede representar tanto una cura para el desamor como el sueño de impunidad para un delincuente, o la desgracia para un artista. El recuerdo, un tesoro o un trauma. Y así al infinito de la mano de Buzz Lightyear.
Quiérase o no, existe una cultura del olvido. En Leteo. Arte y crítica del olvido (1997), Harald Weinrich, profesor de literaturas románicas en el Collège de France hasta su muerte -2022-, explora esa cultura sin olvidarse de Martin Lampe ni de su amo.

Lo bueno y lo malo, lo bello y lo abyecto pueden caer o no en el olvido, que tiene defensores y detractores. Los vivillos del negocio de la autoayuda nos proponen como tablas de salvación ocuparnos solo del presente, no pensar en las amenazas del futuro y no vivir en el pasado a través del tóxico recuerdo; sin olvidar, claro, que pronto habrá preventa de sus próximos libros y cursos.
Algunos politiqueros piden borrón y cuenta nueva, olvido de viejos ajustes y fe en los que ellos nos traerán, olvido de la piedra con la que tropezamos. Los deudores de variada deuda sueñan con el olvido. Pero quienes esperan una reparación de la morosa justicia reclaman memoria. Y otra vez podríamos seguir con Buzz Lightyear al infinito y más allá.
También, como en la canción de Tipitos, Campanas en la noche, están los que lo niegan: “¿Lo puedes creer? / No existe el olvido mi amor / No existe.”. O como Zeniba en El viaje de Chihiro: “Nada de lo que sucede se olvida jamás, aunque tú no puedas recordarlo». Y los que consideran que el olvido es transitorio porque la memoria al final se impone, “la memoria lucha hasta vencer” dirá Gieco.

José Hernández, apodado “Matraca”, que quiso olvidarse del ruido de rebeldía de la primera parte de su Martín Fierro, malo para cualquier aspirante a acomodarse con los poderosos, igualmente en la segunda le hizo apostrofar al gaucho que “Es la memoria un gran don, / Calidá muy meritoria— / Y aquellos que en esta historia / Sospechen que les doy palo— / Sepan que olvidar lo malo / También es tener memoria.”.
A Corea del Centro le debemos la apología de la memoria selectiva en clave de cuasi autoayuda, más allá de cualquier proceso cerebral que desvele a neurólogos o seria y atendible teoría psicológica. Ni política, ni cultura, ni ciencia, ni romperse la cabeza: ser proactivos en la personal selección de contenidos a recordar y olvidar. E incluso olvidar las pamplinas de la memoria colectiva, de las sociedades, anque de los países. ¡Memoria hay una sola y es para nuestro crecimiento personal!
Con seriedad o en solfa, lo cierto es que el olvido se inscribe en el amplio universo de la memoria, un universo de misterio, equívocos y disputas. Nos es casual que en la literatura siga habiendo búsquedas de sentido al respecto. Acercarse por la metáfora, el símbolo y hasta por la arcaica alegoría siguen siendo caminos fructíferos para intentar comprender tamaña complejidad.
Ayer nomás, en otro artículo de NLI, se hacía referencia a la preocupación por este interrogante en la narrativa de Ishiguro y, además, a los palos que recibió el bueno de Kazuo por la manera en que lo ficcionalizó en su novela El Gigante enterrado.
En el plano del terror están las enfermedades neurológicas que afectan la memoria. Conocemos de sobra sus efectos devastadores. Alzheimer, demencia senil y otras menos frecuentes destruyen la identidad personal y las familias de sus víctimas.

Desde la creación literaria, una genialidad de Samanta Schweblin, el cuento “La respiración cavernaria”, incluido en su colección Siete casas vacías (2015), aborda el tema y pone la piel de gallina. Una edición individual de este relato se publicó en 2017 como libro ilustrado.
Así que no habrá más remedio que echar mano de los estudios culturales, de las obras de las bellas letras o, sin más trámite, olvidarse del asunto.

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