
Desvalorizar a los memoriosos es uno de los flagelos más destructivos de nuestro tiempo: sufrimos las calamidades del aquí y ahora justificadas en la tergiversación del pasado.
Por Silvina Belén para Noticias la Insuperable ·
“Tenía una mente inquisitiva y una memoria de elefante.”
― Ethel Waters
Afortunadamente, en Argentina ya no hay elefantes en cautiverio. Se supone que no hay ninguno en ninguna parte de nuestro territorio. Un logro, no cabe duda. Aunque tenemos crueldad de sobra, al menos dejamos tranquilos a los memoriosos paquidermos. Enhorabuena. Igual, habría que tenerlos siempre en mente: su ejemplo parece más necesario que nunca.
Evocarlos tal vez sería una buena medicina para atemperar la amnesia generalizada que sufrimos. Que nuestros recuerdos se desintegren por el solo hecho de que un esperpento nos diga que ha inventado una pólvora que parece igual a la que varias veces nos quemó pero que, en realidad, esta vez es distinta, y que ahora nos librará de todo mal, de toda quemadura, suena catastrófico.
Daría la impresión de que anduviéramos necesitando una elefantiasis –elefantofilia, si quisiéramos ser precisos- virtuosa, mental, nada patológica; una elefantiasis quizás metafórica también. Es evidente que nuestros recuerdos no bastan, que no hemos prestado la atención mínima a la oralidad de nuestros mayores y que hay mucha desmemoria u engaño evocativo que desbaratar.

Durante este año le dedicamos muchos artículos a la memoria, a lo engañoso y al olvido en la ficción –narrativa en general, policial, teatro-, la filosofía y los estudios culturales. Entre muchos otros, podemos nombrar “Recuerdos del olvido”, “Un olvidado vigente”, “Pequeñas revoluciones”, “Vueltas a olvidar”, “Frágil memoria” y “Espejos”. Sigamos, entonces, avanzando por ese camino.
Los elefantes pueden recordar es una de esas novelas de la Dama del Crimen que suele citarse poco: no está entre las que fascinaron a los fans de Agatha Christie a pesar de que aquí también Poirot hace de las suyas. Gracias a cuatro pelucas en apariencia intrascendentes y a la ayuda de los simbólicos elefantes, el excéntrico detective belga pone el pasado blanco sobre negro.

El caso que resuelve es antiguo. Tras una investigación policial exhaustiva, había sido cerrado como doble suicidio a pesar de no haber habido razones de peso que lo justificaran. A más de una década de distancia, daba la impresión de que la voluntad de esclarecer la tragedia no bastaba y que las dudas permanecerían a pesar del esfuerzo y la sagacidad investigativa.
Volver al pasado, esta vez, no implicaba desenmascarar a un delincuente o restablecer el orden cósmico de la justicia: en esencia, se trataba de la necesidad de clarificar el pasado para que el presente se transitase con antecedentes reales, sin equívocos que condicionaran la existencia de los vivos y sin suposiciones funcionales a intereses mezquinos, como los de mistress Burton-Cox.
Hercule Poirot y Ariadne Oliver, escritora –en la ficción de la ficción, creadora del personaje Sven Hjerson, detective-, conforman la dupla que volverá al pasado con la imprescindible ayuda de los elefantes: “Me despido de usted en la meta de salida de su viaje de descubrimientos, señaló Poirot. A la recherche des élèphants.”. Personas maduras, ancianos, funcionarios en retiro, jubilados y memoriosos simbolizan paquidermos en clave de recuerdo.

Tanto la escritora como el detective saben que, por más que las intenciones de los interrogados sean las mejores, habrá inexactitudes, impresiones falsas e infinidad de datos deformados por miradas condicionadas por la subjetividad, la costumbre o los prejuicios. Los humanos no son elefantes de pura cepa. Confían, sin embargo, en la sinergia de las memorias que se complementan e imbrican.
Ariadne se entrevista con las personas que supone atesoran información valiosa. Poirot analiza, rectifica datos, deslinda beneficiados y perjudicados con determinadas interpretaciones de los hechos pretéritos, proyecta hacia atrás o hacia adelante a partir del suceso trágico. La verdad, finalmente, cobra forma inequívoca.
Tal vez sin la profundidad con la que Pinter o Andruetto abordan los misterios que enlazan memoria y existencia, Agatha Christie esboza en esta novela, sin forzar los límites del género que tantas satisfacciones le dio, cierta mirada ontológica desde la humana perspectiva de la evocación. Hay algo imperecedero a pesar de la aparente cerrazón que por inercia le atribuimos a la narrativa policial.
En tiempos de desmemoria e inverosímiles tergiversaciones del pasado, Los elefantes pueden recordar abre caminos reflexivos absolutamente compatibles con la agradable evasión que nos brinda el policial clásico.
En nuestra realidad de automatismos, virtualidades e imposturas informativas, en medio de la desvalorización que ridiculiza la memoria de los que ya no son jóvenes, las consecuencias de ignorar la voz de los elefantes son atronadoras e hirientes aunque nos empreñemos en cultivar una sordera suicida.
Imagen TOP: Ilustración de Jean-François Martin. La memoria del elefante, de Sophie Strady.
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