Lectura dirigida

Los clubes de lectores están en auge y se multiplican en Argentina igual que en los países de habla hispana. Claroscuros de una tendencia que se afianza tras el furor inicial.

Por Silvina Belén para Noticias la Insuperable ·

Hacía tiempo que hablar de libros en las reuniones de amigos o en el bar había dejado de ser habitual. Los lectores sobrellevaban décadas de soledad e incomunicación social en lo referido a cuestiones literarias. Los talleres de lectura prácticamente habían desaparecido: los de escritura ocupaban el territorio del tallerismo casi con exclusividad.  Así las cosas, la aparición de los clubes de lectura vino a llenar un vacío de intercambio que muchísimas personas sentían como una carencia.

Las mutaciones del mundo editorial globalizado, incluyendo librerías, también venían marcando cambios poco halagüeños para los amantes de la ficción escrita y de los libros de calidad superior. La cerrazón comunicativa actual, camuflada en el espejismo de las redes sociales, la cultura del like y el reenvío indiscriminado de memes,  videos e imágenes, por su parte, tampoco le daban satisfacciones a la legión de amantes de las bellas letras que aún goza de buena salud.

Los clubes de lectura, vale aclarar de entrada, son una tendencia global con excelente aceptación en las comarcas de habla hispana. Como casi todo en los tiempos que corren, muchos se identifican con un segmento de mercado más sus potencialidades  de beneficio. También los editores independientes transitan  esta avenida de la moda como un atajo para eludir en pequeña medida el yugo de los grupos editoriales gigantes, monopólicos,  que acumulan sellos –hoy reducidos a su música nominal- que supieron antaño ganarse la consideración de los lectores más exigentes.

Como satélites de estos clubes orbitan influencers de la estética literaria del estilo twittstars, bookstagramers y otras yerbas del cosmos virtual. Signo de los tiempos, digamos. La lectura y su mercancía, es decir: los libros en soporte tradicional o no, más la guía, orientación, consejo, apreciación, crítica e, incluso, opinión trasnochada, se constituyen en insumos material e inmaterial. Hasta tenemos “box de libros” –delivery incluido- a imagen de la mejor tradición de los empaques de verdura orgánica.

Editores independientes, autores noveles y consagrados, infravaloradas plumas, clásicos que alcanzaron el dominio público y líderes de emprendimientos del intelecto conviven en el éter o puertas adentro del club. Los boxes pueden contener sorpresas preparadas por el vendedor para beneplácito de lectores poco convencionales. O rabieta de carcamal anteojudo, que no faltan, con ínfulas de crítico.

Algunos de estos clubes no son más que un servicio de venta de libros que promete el plus de un infalible gurú de la selección de obras ignotas. Otros le sacan el jugo al servicio de entregas, a la asociación con librerías y a los saldos editoriales: libros arruinados en depósitos pero legibles, preventas u obras maestras que serán clásicos en el futuro están a un click de mouse del afortunado con membresía.

No es raro tampoco encontrarse con auténticos clubes del misterio: imposible saber algo de ellos más allá de recomendaciones menos objetivas aún que la contratapa de un libro y el derrotero virtual hacia el medio de pago que los nutre. Podrían estar en Ulán Bator, Quito, Buenos Aires o en ninguna parte.

Los de corte bohemio, con menos estética minimalista de diseño y algo caóticos, también existen, como el sur. No suelen tener cuentas certificadas ni muy trabajadas en redes sociales, ni sitios web –si es que lo tienen- de estructura cuasi-perfecta. Hay que buscarlos con más paciencia.

Los panhispánicos, como el afamado diccionario de dudas, son clubes de carácter netamente virtual. Están orientados, en general, a favorecer el intercambio de hallazgos, reseñas y críticas. Los hay temáticos, generales, centrados en texto escritos en una determinada lengua o lugar, en un género, en fin, registran una enorme variedad.

Se está viendo, además, que algunos talleres de escritura tradicionales incorporan de manera gradual los encuentros de lectura compartida, no a modo de club pero sí como actividad arancelada más o menos regular.  Suelen ser iniciativas individuales. Entroncan con la vieja tradición tallerista del creador devenido en guía, docente o, si se quiere, mentor.

A través de clubes y afines, por otro lado, se vienen rescatando prácticas que habían caído en desuso: recitación, lectura en voz alta, reseñas orales, teatro leído… El apoyo a la autoedición, además, puede tentar a escritores-lectores a participar en tertulias que muchas veces giran en rededor de la presentación de un libro o un texto de un autor que se ha ganado un lugar en el club como miembro activo.

También los maratonistas de la lectura, es decir: aquellos que se fijan metas numéricas de decodificación de textos –“mi objetivo este año es llegar”, por ejemplo, “a leer quinientos libros”-, que aunque parezca mentira son legión, se dan una que otra vueltita virtual por los clubes para informar, cuando no presumir, de esos logros que, notario mediante, podrán con buen viento libresco aspirar al Guinness World Records.

No es sencillo, por ahora, apartar la mies de la cizaña. El muestrario de opiniones trasnochadas, reseñas surrealistas, vanidades hilarantes, análisis sin pies ni cabeza, subjetividades exacerbadas e incoherencias varias contrasta en gran número de ocasiones –en el mismo ámbito u otros- con lecturas serias, sobrias intervenciones, hallazgos  y excelente crítica. Más allá de todo esto, por ahora, nadie quiere quedarse afuera: escritores, editores, lectores con ansias de trascendencia o críticos que buscan forjarse su audiencia, abrazan las membresías sin muchas vueltas.

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