
El quehacer teatral tiene una envidiable dinámica innovadora pero también una revalorización constante de sus momentos clave y de las obras que cautivaron a sus amantes en el pasado.
Por Silvina Belén para Noticias la Insuperable ·
Sin respeto por el calendario, el siglo XX teatral comienza en 1898: Konstantin Stanislavski revive una obra abucheada dos años antes y la lleva al escenario del Teatro de Arte de Moscú. La gaviota, de Antón Chejov, se convierte en rotundo éxito. Para muchos, el acierto de Stanislavski representa el más claro punto de partida del teatro contemporáneo, la modernidad teatral.
Hablamos de momentos en los que todavía el texto dramático y el dramaturgo, el autor, ocupaban un lugar central. Y Stanislavski tuvo que vérselas con el texto de un escritor que le ponía las cosas difíciles a cualquiera que pretendiera dirigir. No tuvo miedo, trabajó hasta el cansancio sobre La gaviota y puso en marcha lo que conocemos como su sistema para el actor. E hizo historia.

Realismo, naturalismo y simbolismo eran las corrientes artísticas influyentes. Se percibía una crisis del lenguaje que el arte reflejaba o ponía en evidencia: había claves de comprensión por debajo de las palabras y en el silencio, desacoples entre el decir y las motivaciones para la acción de los personajes dramáticos.
Pero ¿cuáles eran los desafíos para el teatro? En principio, llevar a escena textos polisémicos que exigían al director y a los actores comprender e interpretar las motivaciones que desde lo profundo determinaban las acciones de los personajes, motivaciones no explícitas en los textos dramáticos contemporáneos. Los soliloquios, un recurso introspectivo del teatro clásico para conocerlas, ya no existían o no cumplían con esa función.
Además, al esfumarse las certezas que hacían evidente el comportamiento de los personajes y clarificaban la situación comunicativa, se impuso una búsqueda detrás de las palabras que les exigía desarrollar competencias adecuadas tanto al actor como al director. La acción, no las palabras, será clave para llegar a comprender qué motiva desde lo profundo al personaje. A partir de un texto, resulta necesario decidir tras investigar y crear para representar.
La exigencia sobre el actor se multiplica: investigar, comprender, crear sentido, refinar la acción a representar, poner el cuerpo. Sobrellevar tal peso en soledad torna quimera. Si antes la tríada imprescindible del hecho teatral la formaban actor, texto y público, ahora el director cobra tal fuerza que resulta muy difícil imaginar su ausencia.

Konstantin Stanislavski comprende que el actor necesita un marco. Sus esfuerzos en torno a La gaviota le permiten desarrollar la idea de partitura, su modelo para contener y guiar al actor, para acompañarlo en el proceso creativo y enriquecer las decisiones que inexorablemente tomará para representar la acción.
La partitura de Stanislavski nace de las palabras de un texto pero se ubica por detrás de ellas con la intención de reflejar todo aquello que se acerque lo máximo posible a lo esencial. Los ensayos permiten refinar la partitura porque se trabaja con ella. La partitura, en definitiva, constituye el núcleo del sistema del actor.

Volviendo a La gaviota, tanto considerándola por valor teatral simbólico como por su fuerza dramática, puede entenderse lo natural de su presencia constante en los escenarios del mundo desde su creación, con innumerables adaptaciones e interés siempre renovado.
En nuestra castigada capital planetaria del teatro, Buenos Aires, al final siempre inmune a los embates del anticultural reaccionarismo, La gaviota jamás cayó en el olvido. Y sigue presente, claro. Hoy nos encontramos con Gaviota, versión libre de, por supuesto, La gaviota de Antón Chéjov, con dramaturgia de Juan Ignacio Fernández. Seguirá en cartel hasta el 11 de noviembre en Apacheta Sala Estudio (Dr. Enrique Finochietto 487, CABA). Habrá que ir a verla.
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