La dinámica teatral independiente se nutre de sus logros pero también de las preguntas que le formulan amantes y detractores.

Por Alfonsina Madry para Noticias La Insuperable
Apreciar el valor de los interrogantes no debería ser virtud exclusiva del filósofo. Las buenas preguntas son también aliadas del teatro independiente. Incluso las ingenuas, las no tan buenas y hasta las malintencionadas. Lo revitalizan siempre, con viento a favor o en contra.
Muchas veces, cuando el quehacer teatral fluye en la bonanza, se nos da por pensar qué es y qué no es para el teatro, qué puede impactar en escena y qué sería irrealizable. Suele haber motivaciones para esta reflexión tanto en la literatura -o el arte en general- como en la vida cotidiana. Al final, la tentación de afirmar “Esto no es para el teatro” se impone casi siempre a alguna creación o asunto.

Más temprano que tarde, sin embargo, la realidad teatral nos obliga a desdecirnos. Al contado, o a plazos no muy generosos, llega la certeza de haber pecado de soberbia con un juicio apresurado. Puede que la sospecha de equivocación empiece en una cartelera o que, como un rayo, la confirmación nos fulmine en la butaca.
Con ingenuidad de poco enterados podríamos creernos, por ejemplo, que un monólogo interior a nivel pre-lógico, a lo Joyce –autor que, para colmo, sospechamos que hoy por hoy solo interesa a tres anteojudos-, es materia vedada para directores y actores.
O que la poesía conceptista, satírica, amorosa o burlesca de un Quevedo y Villegas espantaría hasta al público más excéntrico o nerd: “No, no, no, hay que dejar en paz a don Francisco en su lugarcito de los Siglos de Oro.”. Por este lado, cualquier dramaturgia cataría el fracaso.

Pero, claro, la inocencia dura lo que un suspiro por poco enterados que andemos. En cartel: Proyecto Quevedo: “Performance realizada por Cristina Banegas sobre una gran mesa de cristal a partir de sonetos de Francisco de Quevedo.”. Hace poco: Molly Bloom, también con la Banegas; y ella, también con Molly, desde 2012.
Si fuera por ejemplificar, habría más ejemplos que posibles juicios apresurados. ¡Si hasta un unipersonal de temática policíaca llegó a las tablas! ¿¡Y Pompeyo!?

Algo parecido sucede cada vez que el teatro independiente recibe un golpe de la política reaccionaria, de la censura -explícita a veces, encubierta casi siempre-, de los cíclicos ajustes de nuestra economía o de las también cíclicas restauraciones conservadoras y, a la postre, se alza fortalecido. En esos trances y mientras sanan heridas, nos preguntamos tantas cosas que se hace difícil explicitarlas.
Entre muchos otros, aparecen interrogantes como cuántos ases en la manga todavía el teatro guardará, cuántos nuevos caminos esperan e, incluso, con qué podrá sorprender en la vida social y en el arte y qué no logrará resucitar, recrear o abordar en la escena o en el microcosmos que le pertenece. En definitiva, si hay límites que no imaginamos o que no quisimos ver.
Así como la historia del movimiento independiente argentino nos acerca algunas respuestas, también la del teatro universal nos despeja muchas dudas. Sin embargo, en cada momento crítico, toda respuesta parece provisional, frágil e incierta, y descifrar los indicios que el pasado aporta se hace cuesta arriba.
Pero la buena costumbre de preguntarse y preguntar da sus frutos: obliga a aguzar la mirada en un presente que, por más que no dé respuestas definitivas, bien visto muestra riquezas suficientes como para darle más crédito al infinito que al límite.
El viajecito de urgencia al pasado también se revaloriza al tomar conciencia de que, seamos o no investigadores, nos volvimos al presente con un montón de hallazgos que habían estado esperándonos con paciencia, conjunto de asombros para nosotros pero, quizá, saber muy digerido para otros, que explica la calma chicha con la que el erudito teatrero enfrenta los malos tiempos.

Leyendo textos de la crítica de los años sesenta, para irse lejos pero no tanto, pueden hallarse juicios sesgados e imposturas, amparados las más de las veces en supuestos criterios de autoridad, que se parecen tanto al discurso de los politiqueros anti derechos y anti teatro de hoy en día que hasta causa gracia.
Como público, también nos atraviesa la experiencia teatral forjada en buenos y malos tiempos. Cada acontecimiento tiene tras de sí una tensión que se relaciona con la atmósfera cultural imperante, con las fatigas y gratificaciones de construir una dramaturgia, con certezas e incertidumbre. La expectativa, al fin y al cabo, no es patrimonio exclusivo del espectador, que intuye que hubo y hay otra que se fusiona con la propia de una u otra maneras.

De las expectativas, dudas, zozobras y placeres hay historias y simbología de bambalinas. Se sabe, por ejemplo, que Mauricio Kartun creó su propia bebida destilada -él mismo lo confirma-, el vodkartun, en base a vodka e infusión de las cáscaras de las limas que cultiva en el jardín de su casa, más otros nobles ingredientes que aún no ha revelado.
Con esta bebida espirituosa –u otro destilado como el ron, a veces- gratifica a los actores en los instantes previos a encaminarse al escenario. Mauricio sirve una medida amarreta para los actores y una más generosa para sí mismo porque él, claro, no pondrá el cuerpo como harán ellos tras beber.
Antes, durante y después del brindis, hay intermitencias de ansiedad y tensión que alternan con la calma ritual: actores que piden auxilio memorístico para su primer parlamento, maneras sosegadas o abruptas de beber, intercambios de miradas con brillos diversos, actores que una vez iniciada su marcha al escenario advierten un olvido que los obliga a desandar el camino y, al final, un silencio casi absoluto.

Cuando Kartun se queda solo en el espacio de los camarines, disfruta del breve remanso de silencio expectante y el sabor contundente del destilado. Es su momento de distendido placer, la breve tregua que la expectativa le concede. Después el acontecimiento envolverá a todos.
Telón, apagón o lo que convencionalmente indique el momento de abandonar la sala, es también una señal de activación para la memoria, que intentará guardar lo irrepetible. Con las memorias de uno y otro lado del telón, con sus intentos y logros empañados de inevitable sospecha, se viene edificando la historia del teatro, con esas memorias influidas por expectativas no siempre convergentes ni homogéneas, por climas culturales y traumas de época.
El incierto curso del mundo, de un país, incluso, no ha debilitado aún la fuerza con la que desde una y otra orilla se interpela e interroga al teatro. Parafraseando a un poeta uruguayo, podría decirse que en esta sala, en aquel escenario, cada pregunta tiene su respuesta. Seguramente la constante interpelación retempla la vitalidad teatral.

Sin embargo, la incertidumbre reinante genera dudas que van más allá de unas artes específicas. Desde el campo de los estudios culturales y políticos llegan advertencias como la de Giuliano Da Empoli: en La hora de los depredadores plantea un retorno a la irracionalidad de la fuerza bajo el poder mancomunado de las élites tech y los autócratas extremistas como Trump. Una nueva configuración socio-política sin regulaciones ni marco democrático ni más ley que la violencia.
Un punto destacado, sin entrar en pormenores argumentales y conceptos, es la verosímil imposición, ya muy avanzada, de las tecnologías que conforman la IA para la toma de decisiones en todos los ámbitos trascendentes. Automatización profunda y hegemonía decisoria de la IA impuestas, de ser preciso, a sangre y fuego.
Se supone que tanto la nueva configuración política como esta hegemonía no podrían dejar de influir profundamente en el ámbito creativo, las relaciones humanas y la convivencia social. El teatro, por su territorialidad con ligazón al tiempo real y, sobre todo, arte convivial por excelencia, se enfrentaría a un desafío inédito.

La riqueza que hoy significa la tecnología para el acontecimiento podría ser en un futuro cercano punta de iceberg del desbaratamiento del convivio que mantiene el ritual desde tiempos inmemoriales, o casi. Es difícil de imaginar, pero el pasaje de tesoro cultural a fósil es una sombra espectral en el horizonte socio-político.
Puede, entonces, que las interpelaciones al teatro pronto sean a la vez un desafío que implique batallas nunca antes libradas. Ojalá no sea así, pero hay indicios como para tener en cuenta futuros escenarios no de representación sino de puja virulenta. Hoy ya hablamos de dramaturgia asistida por IA. De momento es una comodidad simpática e inocentona, casi un juego que aleja sospechas de ludismo.
Mientras tanto, la interrogación meta-teatral indaga fenómenos ligados al poder atencional del público, algo que sin duda se relaciona con la inmediatez y multiplicidad que la tecnología avanzada genera. Hay nuevas preguntas que parten del seno de la actividad.
Un buen ejemplo sería el fenómeno del micro-teatro, que ha ido escalando desde 2009. A medida que se expande, aparecen más preguntas. Claro que el teatro breve no es novedad, pero el micro-teatro no es precisamente el teatro breve que conocemos.

Se empareja con la gastronomía rápida –“alta comida callejera”-, la deambulación copa en mano por los espacios de un complejo mixto y, claro, brevísimas representaciones: “obras de 15 minutos, para 20 personas, en salas de 15 m²”. Además, “en dos turnos, seis obras se representan simultáneamente. Elegí lo que querés ver y armá tu noche.”. Hasta podría aparecer el zapping teatral.
Se presume que la filosofía del teatro, con su profundo arraigo en Argentina, también es interpelada en profundidad con interrogantes que se formulan desde ámbitos tan diversos como el académico, las escuelas de espectadores, la investigación no institucionalizada, los talleres y la animación cultural, por nombrar algunos.

Lo dicho –y lo que podría decirse pronto- es una razón más para no dejar de preguntarse y preguntarle al teatro, para continuar echando mano de su historia, de la experiencia teatral e ir siguiendo los pasos de un arte que siempre innova, sin renunciar a la búsqueda de preguntas de calidad.
Las respuestas, por más que sean provisionales, insistimos, llegan a través de la escena, de la amplia actividad teatral, de los actores investigadores, de la historia universal o local, de la experiencia compartida e, incluso, de la fuente menos pensada. Interpelaciones, preguntas y respuestas –aceptadas o cuestionadas- fortalecen al teatro.
Descubre más desde Noticias La Insuperable
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

7 Comentarios